domingo, 21 de febrero de 2010

EL PUENTE DE LA CORRIENTE

Se llamaba así -El Puente de la Corriente- porque el mar, después de rodear las murallas de la vieja fortaleza, (resto del imperio colonial del siglo XV) salía por debajo de este puente con la mansa impetuosidad de un caudaloso río. Aunque para ser sinceros y, si se quiere, algo menos lírico habría que decir que el único movimiento de sus aguas era el producido por las mareas, y que lo que le faltaba para ser río lo ponía la imaginación del espectador ocasional, alimentada por la perspectiva tan cinematográfica que ofrecían esas murallas, tan cinematográfica que no nos sorprendería nada que en cualquier momento apareciera por una de sus almenas la figura de nuestro entrañable charlton heston con cara "de malo malísimo", empuñando una hoja de buen acero de Toledo y apuntando con ella al plumero de un turbante sarraceno....
Bajo las altas arcadas de hormigón de este puente (finas y apuntadas como arbotantes catedralicios) el agua apenas si llegaba a alcanzar, en el centro, una profundidad de tres metros, llegando hasta los cuatro cuando la draga de la Junta de Obras del Puerto había peinado el fondo con su bocaza de acero cableado y devuelto al interior de la bahía la arena que las sucesivas mareas habían ido depositando a los pies de la fortaleza. Desde la carretera, con el mar en calma, se veían las piedras, los peces, los erizos, todo, con una claridad de aire recien llovido, o recien lavado, con el placer añadido de que la refracción producida por la luz del sol lo transformaban en un precioso óleo impresionista en el que las formas adquirían movimiento, los colores se matizaban al ritmo de la marea y los peces eran fugaces relámpagos de color, rápidas pinceladas de luz que en la imaginación del observador adquirían las formas más caprichosas convirtiéndose en seres de otra zoología, de una zoología imposible.

Con los primeros calores del verano, los chiquillos coránicos de la parte alta de la ciudad, habitantes de las barriadas más humildes, moradores de las favelas de chapa y barro enlechadas de cal, míseras barracas que durante la noche, (como las medusas, por partenogénesis), se multiplicaban por sí mismas y trepaban todas por las barranqueras cercanas a la frontera, los niños de esos barrios ocupaban la playa de esta parte de la ciudad desde las primeras horas de la mañana esperando la llegada de los turistas que venían hasta aquí atraidos por la propaganda que los tours operadores hacian del viejo presidio local. Cuando llegaba el primer autocar, mejor dicho, cuando se oía el ruido del motor del primer autocar, lo recibían con gritos de júbilo y comenzaba entonces un cruel y frenético maratón por las empinadas escalinatas que conducían a la carretera, terrible y desigual carrera en la que los más pequeños y los más debiles sufrían el zarpazo de la selección natural en forma de patadas, empujones o arañazos que terminaban en algunos casos por precipitar a alguno de ellos a la playa desde una altura nada despreciable, todo para ocupar un lugar preferente en aquella zona del puente en la que más turistas se hubiesen acumulado. Los improvisados saltimbanquis, delgados, morenos y brillantes como pequeñas anchoas (algunos cubiertos de temblores gelatinosos) una vez ganada la bien sufrida plaza se ponían de pie sobre la barandilla y se mostraban a su público aleteando con los brazos y sonriendo como ellos veían que hacían los trapecistas "de verdad" en las películas del cine Astoria o en el circo ambulante que por las fiestas de Agosto venían al pueblo. Algunos turistas miraban primero al niño y después al fondo del puente dos o tres veces, alternativamente, como sopesando con la mente la altura del trampolín y la poca o ninguna envergadura del trapecista que iba a acometer la proeza que ya todos habían adivinado y, una vez realizado el cálculo mostraban su admiración con un expresivo movimiento de cabeza o comentándolo con el compañero de excursión más próximo en ese instante. Cuando los tres o cuatro niños que se exponían semidesnudos sobre las barandas del puente, cuando todos ellos consideraban que ya habían reclutado la suficiente parroquia a su alrededor, se echaban una fugaz mirada entre ellos y perfectamente sincronizados y sin previo aviso, daban un salto hacia atrás y se lanzaban al vacío mezclando el propio grito de guerra de cada uno de ellos con los "oehhhs" de admiración y sorpresa de los espectadores; después de bordar algunas torpes piruetas en el aire rompían las aguas como pequeños meteoritos negros, haciendo todos perfecta diana en el centro de una flor de agua; a los pocos instantes aparecían con una sonrisa de esclavo agradecido de entre las espumosas aguas recibiendo por la proeza los aplausos del público nórdico. Los turistas, pertenecientes, todos ellos a una clase social modesta pero, al mismo tiempo, ciudadanos de un pais desarrollado económicamente y que port esos años recibe a sus primeros inmigrantes del subdesarrollado sur, los turistas, decimos, se compadecían de esta infancia tercermundista y de los esfuerzos que se veían obligados a hacer para sacarles a ellos un marco, un franco o un dolar, de modo que siempre caían dos o tres monedas gordas y brillantes como anillos de obispos que siguiendo en el aire la trayectoria de los niños aeróstatas hacían el sifón al clavarse en el agua y que éstos se disputaban peleándose entre ellos siendo rescatadas del mar con una rapidez electronica. Con las manos arrugadas como las de los viejos por tan prolongadas jornadas acuaticas se agarran a las rocas como lagartijas y con los pies van tanteando con cuidado el fondo, para no pincharse con los infinitos erizos -ya lo hemos dicho- que pueblan las piedras; nada más salir del agua, con el bañador caido y algunos sin él corrían en desordenada cuadrilla por las escaleras para ocupar antes que sus compañeros el mejor trampolín, aquel en el que el saltador se luce más y, a la larga, se consiguen más de esas monedas que es de lo que se trata.

Además de como carpa de espectáculos aéreos para que los chiquillos coránicos de la ciudad les sacasen algunas monedas a los jubilados del rico Norte, además de para eso, servía el puente, por las noches, para otra actividad bastante más lucrativa aunque, también, bastante más peligrosa ya que sus oficiantes habían de moverse necesariamente, y como siempre lo han hecho desde la más remota antiguedad, en lo sutiles márgenes del Código Penal haciendo equilibrios imposibles sobre el filo de la navaja de esa zona tan volátil y etérea donde termina la legalidad y comienza el delito en el que no pocas veces y no pocos cofrades se precipitan de hoz y coz con las nefastas consecuencias que se derivan de ello. Les cuento: En noches sin luna, que, por razones obvias, son, y han sido desde siempre las más apropiadas para ejercer con un mínimo de garantías laborales esta viejísima profesión que tan memorables páginas nos ha dejado en la historia de la literatura de todos los paises, en esas noches, digo, desde la bahía y afilando bien la vista se podía ver, en las buhardillas más altas del puente, justo debajo de la carretera, una diminuta luz, triste y amarillenta revoloteando sin cesar de un lado para otro; parecía, empequeñecida por la distancia, una luciérnaga, ya saben, uno de esos gusanitos luminosos que alguna vez nos hemos encontrado por los bosques de nuestras latitudes en esas noches calurosas de verano y que un ambiente tan navideño le prestan al paisaje; por la regularidad de los cortos trayectos que recorría y por las equidistancias radiales de sus insistentes y repetidos giros daba la sensación de que esa pequeña luminaria noctívaga estuviera encerrada en una jaula tanteando las paredes de su prisión una y otra vez en todas las direcciones posibles desesperada por salir de su encierro. Esos recorridos se interrumpían todos de golpe en un mismo punto, volviendo una y otra vez al lugar de partida para insistir de nuevo en el empeño sin aparentar cansancio ni desfallecimiento a pesar de que no cesaba de golpearse, enloquecida, con los barrotes de esa supuesta jaula buscando al parecer un respiradero para la libertad que le ha sido arrebatada. Eso es lo que nos parecería a nosotros y a ese espectador ocasional la danza enloquecida de este pequeño montecristo si también nosotros dejáramos volar nuestra imaginación, pero, este humilde narrador, que se encuentra al otro lado del papel puede asegurarles que no hay tal luciérnaga ni nada que se le parezca; y si ese ocasional espectador nocturno que hemos supuesto al principio del relato y del que ya casi somos amigos tiene un poco de paciencia para soportar algunos minutos más la humedad del mar que en nuestro es abundante no tardará en descubrir que ese diminuto pábilo de luz, que esa mariposilla inquieta no se mueve al azar y alocadamente, ¡ni mucho menos! sino que, por el contrario sigue fielmente unas pautas, un ritmo, una secuencia; que sus movimientos, en definitiva parecen estar guiados por una mente racional; que esa vorágine anárquica que nos parecía al principio se resuelve al fin en un código de señales perfectamente estructurado, que toda esa coreografía conforma, digámoslo ya, un lenguaje, un lenguaje claro y preciso mediante el cual, esa inteligencia que hemos supuesto al otro lado de la luz, o muy próxima a ella trata de emitir un mensaje que, como todos los códigos de señales marítimas se repite una y otra vez sin cesar...;es, ya lo habrán adivinado, el señalero de los contrabandistas, una figura, un personaje casi literario que forma parte de la iconografía popular de nuestra villa desde los primeros documentos escritos que se conservan en su archivo municipal; es el serviola, el angel de la guarda de esos lobos de mar injertados en la camorra. Con su fanal de petroleo en la mano, y con una claridad y una precisión que nos sorprendería le da cuenta y razón a los estraperlistas, sus cofrades, de las condiciones que esa noche reune la costa para echarse al tajo, como si dijéramos; datos tan preciosos para los contraandistas como si hay carabineros de guardia o no los hay -y si los hay cuántos son- y por dónde va la ronda en ese instante; en fin,todo eso se le comunica al piloto de la embarcación que espera en alta mar; con esos movimientos que el señalero le imprime a su fanal le indica, en última instancia, si puede aproximarse a la costa para soltar el fardo en la playa o volverse para atrás tomando las de Villadiego, es decir, tomando las de la colonia británica, aquella que levanta el espolón de su roca sobre la otra orilla del Estrecho.

Luiso siempre había admirado a estos dos sectores del paisanaje; admiraba con fervor a aquellos chiquillos que se lanzaban al vacío, retorciéndose y gritando como pequeñas sabandijas; estos acróbatas, casi adolescentes cobraban en su imaginación unas dimensiones inconmensurables, casi como aquellos heroes del celuloide que, en la pantalla del cine Astoria, los veia tirarse al mar desde la verga más alta del buque, con el cuchillo atravesado en la boca y entrando como una saeta en un mar infestado de tiburones hambrientos. Luiso, cuando las circunstancias le permitían ser testigo de estas proezas, se asomaba, con el corazón palpitante a la barandilla del puente y observaba como el pequeño coránico, una vez entregado al vacío, se iba empequeñeciendo cada vez más a medida que se acercaba al agua y como en el momento de introducirse en ella era ya apenas una pequeña semilla algo oscura y brillante incrustada en una blanca flor de espuma. Luiso no podía permanecer mucho tiempo mirando, pues desde aquella altura, hasta agarrado fuertemente a la barandilla sentía vértigo y una atracción fatal por aquel vacío azul que se abría a sus pies.

La misma admiración que sentía por los niños acróbatas, la sentía por los señaleros de los contrabandistas, cuyo único oficio era el que ya se ha dicho: subir, al llegar la noche, con una lamparita de petroleo, una botella de vino, algo de tabaco y algo de comida por los contrafuertes de hormigón gateando casi en el vacío hasta llegar al punto más alto y, una vez allí, acurrucados en una pequeña repisa de hormigón que había entre esta estructura y la bóveda que sostenía a la carretera, sentarse a comer y a fumar esperando los guiños luminosos que invariablemente le llegaban de mar adentro. Ese era el lugar más seguro para estos hombres pues desde ningún punto de la costa se los podía ver. En las conversaciones oidas a los mayores estos héroes adquirían aún mucha más fuerza en la imaginación de Luiso, pues el trabajo era arriesgado no por la altura sino porque desde el lugar de su escondite la plomada caía sobre el espigón y no sobre el agua de la ria.

La playa que se extendía cerca de este puente era el lugar escogido por los alumnos del Instituto para "fumarse" las clases, sobre todo aquellas que por el contenido o la personalidad del profesor les parecían demasiado pesadas pero ello tenía un inconveniente y era que por encontrarse tan cerca del Instituto, su conserje, el señor Moreno acompañado de su eterna y fiel varita de bambú se asomaba a ella para (por expresas órdenes del Director) tomar nota de los díscolos alumnos que con tanta frivolidad se resistían al sano desasnamiento institucional remojando sus "ignaras testuces" (el entrecomillado es del Jefe de Estudios) en las aguas del mar. Sólo "el Orozco" y "el Matillas" (los niños convertíamos los apellidos en apodos), que compartían curso con Luíso eran lo suficientemente valientes como para escalar los contrafuertes de hormigón y ocultarse bajo los contrafuertes del puente tantas veces como les apeteciera para, luego, al día siguiente, durante el recreo, mostrar ante los atónitos ojos de los más pusilánimes los tesoros que los señaleros habían dejado esa noche en las bóvedas colgantes del puente: algún paquete de cigarrillos a medio consumir, una revista pornográfica, (escritas en un extrañísimo idioma que no era ni francés ni inglés) con manchas de aceite y de cera, cabos de vela, algún naipe arrugado y mordido.....quincalla que era vendida al mejor postor. Luiso una vez les compró, el día siguiente al de su cumpleaños, una caja de cerillas francesa con un desnudo femenino, mal dibujado con bolígrafo, sobre el fondo de la caja. "El Orozco" y "el Matillas" también eran los únicos que se atrevían a tomarles la mano a la joven profesora de Geografía, cuando ésta pretendía darles un cachete.....Y a rozarse con ella, disimuladamente, en las salidas y entradas colectivas por la puerta de clase.

"Fumarse" las clases de la tarde, aquellas pesadísimas clases de las tardes de mayo y de junio en el Puente de la Corriente, comiendo lapas cocidas y fumando cigarrillos "Toledo" era el broche de oro, la toga viril, el cum laudem con el que cualquier alumno del Instituto de Enseñanza Media de Allí habría querido firmar el fin de sus fechorías como estudiante, más, por supuesto, que publicar un artículo en la revista "Hacer" que se editaba a multicopista en los talleres del propio Instituto. De todos los componentes de aquella kábila de rebeldes alumnos que refugiaban su rebeldía entre las tripas del puente, de entre todos ellos, los que no se atrevían a escalar para ocultarse en las bóvedas más altas eran irremediablemente cazados por el ojo del señor Moreno que apuntaba sus apellidos en su libretita "la cuadros". Y al día siguiente, en el patio del Instituto, durante la subida de banderas eran llamados "a capítulo" por el Jefe de Estudios, señor Bohorquez que, en presencia del Director y del resto del alumnado (todo muy castrense) le soltaba dos soberbias tortas, una por estribor y otra por babor, que les dejarían la cara caliente para toda la jornada. Y no ya tanto las tortas, las merecidas tortas, como decía el Conserje, sino la alegría del triunfo, la alegría de burlar el cerco de aquella libretita "a cuadros" y de su dueño el señor Moreno cuya respiración, cuando la cacería presentaba alguna dificultad, podían oir los proscritos desde la bóveda jadeando sobre sus cabezas.

-Sé que están ustedes ahí. Salgan inmediatamente. ¿Es que no me han oido? ¡Salgan!

Qué alegría debía de sentirse allá arriba, pensaba Luíso, teniendo la plena seguridad de que el Conserje, nunca podría identificarlos; vengarse así de tantos varazos de bambú recibidos en las piernas durante el invierno.

"El Orozco", que era hijo de militar, se marchó al año siguiente, junto con su familia, a vivir a otra ciudad, en la península. Transcurridos unos treinta años regresaría al Instituto de Enseñanza Media de Allí como profesor de Gimnasia. Para entonces el Instituto había ampliado sus instalaciones siendo construidas dos alas de edificio sobre unos terrenos del Regimiento de Automovilismo aquel, cuyos soldados llevaban un volantito dorado sobre fondo rojo en la solapa de la guerrera. Desde aquellos nuevos edificios (ahora sí y ¡estupendamente!) se divisaban, con unos prismáticos, perfectamente claras y diáfanas, las bóvedas de los contrabandistas del Puente de la Corriente. El señor Moreno estaba ya alimentando malvas en un nicho de la parte alta del Cementerio de San Antonio, a los pies del Presidio.

-¡Joder! ¡Si pudiera ver esto el señor Moreno! - exclamaba absorto el Orozco-Profesor con los prismáticos clavados en las bolsas cárdenas de sus ojos- ¡si pudiera ver esto!

-¿Cómo dice, señor Profesor? -le preguntaba la joven conserje (de impecable uniforme azul) que lo había acompañado para mostrarle aquellas nuevas instalaciones del viejo Instituto.

-Nada, no decía nada... -y sonreía el Orozco-Profesor con una sonrisa llena de ternura.

En el transcurso del último año pasado en el Instituto de Allí antes de ser enviado a un Internado al otro lado del Estrecho Luiso tuvo que vérselas con los contrafuertes de hormigón del popular puente; después de varios contactos con los subalternos más directos de Orozc y de Matillas fue admitido por éstos para formar parte de una "fumada" de clases; el gran evento iba a tener lugar sobre mediados de mayo. La razón de elegir ese mes no era otra sino que por esos mismos día el señor Moreno se había entretenido más de lo razonablemente permitido con su varita de bambú sobre las corvas de las piernas de los dos guerrilleros durante la ausencia del "pater" en una clase de religión, y los dos caudillos querían vengarse organizando y encabezando una numerosa "fumada" en el Puente de la Corriente y provocar al Conserje desde el casi inaccesible escondite.-Si alguno no tiene las pelotas suficientes...-había dicho "el Orozco" en un rincón de los urinarios del Instituto durante el recreo- para escalar los contrafuertes y ocultarse en "las bóvedas de los contrabandistas" más vale que lo diga ahora y se quede aquí....

-El señor Moreno va a venir fino -añadía "el Matillas", menudito, moreno y de voz aguardientosa- esta mañana, en un descuido, le hemos echado bicarbonato en su termo del café.

Luiso había celebrado recientemente su cumpleaños y tenía la hucha bastante llena así que no le costó trabajo alguno aportar las dos pesetas que le pedían a cada componente de la expedición para contribuir a los gastos comunes tales como cerillas, tabaco y alguna barra de pan y latas de atún para comérselas tumbados en "las bóvedas de los contrabandistas" en un intento de emular a éstos.

La tarde del día "D" todos los conspirados se dieron cita en las barandillas que descendían hasta la playa y desde donde se divisaba en una amplia panorámica la cuesta que conducía a las puertas del Instituto. A Luiso le había tocado, como pareja de ascensión (pues se subía a los contrafuertes, como lo hacían los contrabandistas, por parejas, para sujetarse al compañero si se resbalaba) un compañero bastante menudo y medio miope al que ese día le olía el aliento a rábanos masticados.

-¡Coño, chaval! ¡Que mal te huele el aliento! ¡Aparta! -le había dicho inmisericorde "el Orozco"

-¿Qué quereis que haga? Mi madre, todos los viernes, nos pone rábanos para comer.
-Callaros, ¡joder! Callaros -interrumpió "el Matillas"- que por ahí viene el Conserje.


En efecto, por la cuestecilla, limpiándose con el pañuelo la comisura de los labios y cimbreando el aire con su cañita de bambú bajaba el señor Moreno. Los conspirados, ante aquella presencia corrieron como saetas escaleras abajo hasta la playa, y una vez aquí comenzaron a escalar por parejas los contrafuertes de hormigón. Cuando Luiso y su compañero se encotraban a unos cuatro o cinco metros sobre el agua, éste se puso a temblar de miedo y se agarró a las piernas de Luiso.
-No, no hagas eso -protestaba Luiso- que nos vas a tirar a los dos.
-Espera Luiso, no puedo subir, se me han agarrotado los músculos de la pierna.
-¡Bueno! quedaos abajo -gritaba Orozco que, reptando con una agilidad felina, se encontraba ya a mitad de trayecto- pero como os chiveis ya os podeis preparar...
A Luiso y a su compañero de cordada los cazó el señor Moreno sin mayor dificultad.
-No corrais, no corrais, que os he visto. Suba, señor Rando; y el gafitas ese cuyo nombre no recuerdo ahora. Suban los dos.
Una vez en el Instituto, el Jefe de Estudios los invitaba a la más vil delación:
-¿Quién más estaba con ustedes? ¿Eh? Díganlo.
Pero al menos él, aunque lo tratara de intimidar el Conserje nombrándole por el apellido y tratándole de "señor" no se chivó y en su conciencia supo siempre que esa fidelidad no fue alimentada por ningún miedo a los tortazos de Orozco. Y el gafitas, cuyo nombre no recordó nunca y al que de mayor encontró trabajando como funcionario en el Ayuntamiento de Allí tampoco se chivó, quizás fuera por los pellizcos que Luiso le iba propinando clandestinamente durante todo el interrogatorio.
La primera vez que Luiso acompañó a su hermano al Muelle de los Pescadores para que éste, por cuenta del padre de ambos, le cobrara unos dineros a un armador para el que había trabajado el taller familiar, se escapó unos instantes para ir a ver por dentro "El Refugio del Pescador" la mítica taberna portuaria donde se juntaban marineros de los cuatro puntos cardinales de la rosa, la rosa de los vientos.
-Pero ¿dónde vas Luiso? -le gritaba su hermano desde la puerta de la Lonja.
-Espera. Ahora vengo.
Luiso, igual que le ocurrió de niño con aquella radio que su hermano desmontó delante de él dentro de cuyas tripas esperaba encontrarse a los locutores y cantantes en reducidísimas proporciones pero en carne y hueso y vestidos y sólo encontró una pequeña plantación de lámparas, diodos y válvulas que desprendían un intenso olor a lo que él inora todavía que se llama ozono. también le sucedió con esta tabernucha portuaria. Lejos de aquellos lobos de mar sacados de las páginas de Salgari o de Verne se encontró con unos seres grises, sencillos, municipales, con el mismo aspecto de fontanero o de albañil que tenían los pintores que a veces acudían a su casa para encalar, por Semana Santa; o como aquel otro menestral que venía montado en una bicicleta, y armado de unas cañas larguísimas apaleaba la lana de los colchones que previamente, mámá, ayudada por la muchacha había extendido por la azotea. También tenía Luiso mitificado en su imaginación a aquellos niños coránicos que cada verano ejecutaban aquellas proezas sobre el vacío en el Puente de la Corriente. Una mañana en la que se encontraba sentado, con su padre y unos amigos de éste, en la terraza de un bar en el centro de la ciudad se le acercó uno de esto chicos coránicos. Luiso lo reconoció enseguida, se trataba de uno de los más menuditos y no aparentaba tener más de diez u once años; pertenecía a esa etnia que se da cuando se cruza el negro con el coránico y que tan hermosos ejemplares ha dado al censo infantil de Allí.
-¡Limosnosli! ¡Uaj limonosli! -y extendía la palma de la mano con una sonrisa ingénua que dejaba ver una dentadura pequeña pero blanquísima. Luiso, embutido en el cálido y suave paño de su abrio beige se arrellanó en el asiento gozando de la vista de su pequeño y particular héroe de los días de clase, pensando que sería gracioso que en cualquier momento saliera volando por los aires trenzando piruetas. Luiso, como si tuviera miedo a perderlo, apretaba dentro del bolsillo y en el hueco de su mano el billete de una peseta que esa mañana le entregara su madre antes de salir de casa, peseta que estaba destinada por la madre para ser depositada en "el cepillo" de la Iglesia y que él, ahogando en su alma un sentimiento de culpa escamoteara al presupuesto divino. Pensó entonces recompensar a su pequeño héroe con aquel dinero y sacó timidamente el billete del bolsillo en que lo tenía. El pequeño coránico, al ver el viso color sepia del billete asomando por el bolsillo iluminó la mañana con un brillo de ingenua codicia en los dos escarabajos negros de sus ojos y, más rápido que el viento arrancó de las manos de su admirador aquel billete salvador que podía solucionarle nuy bien los problemas económicos de ese día y del siguiente perdiéndose a continuación por un dédalo de coches aparcados en la plaza. Luiso, al verse sorprndido, sintió una rabia repentina.
-¡¡Corre!! ¡¡Atrápalo!!-sintió la voz de su padre a sus espaldas.
Luiso salió disparado como una flecha detrás de su adversario ¡Qué mal se movía en tierra! -pensó- le ocurría como a los peces. En la distancia que aún lo separaba de su presa lo vio introducirse en un portal sin tan siquiera mirar para atrás, torpe estrategia que Luiso aprovecho para sorprenderlo en su interior, arrinconado contra el cierre de chapa de un pequeño taller de zapatería.
-¡No pegá al nenio, nasarani, no pegá al nenio! -gritaba en actitud suplicante el pequeño coránico, mostrando en su mano temblorosa el billete robado.
¿Qué había quedado de su pequeño supermán volador? ¿Dónde se ocultaba aquella valentía que mostraba todas las mañanas ante aquel reducido público de turistas de medio pelo? ¿Dónde?
-No pegá, pordió, tú no pegá.
Luiso, sin tan siquiera mirar hacia el billete que se le ofrecía, dio la espalda a su presa y salió del portal decepcionado de su pequeño héroe derrumbado ante aquel cuchitril oscuro. Sentía la misma decepción que sintió cuando, siendo mucho más pequeño que ahora, cuando vivía completamente sumergido en el mundo mágico de su imaginación, su hermano desmontó la radio de la casa delante de él, y él, ansioso por ver a su "novia" que creía dentro de la radio y cuya voz lo había enamorado sólo encontró un amasijo de cables y de lámparas con un fuerte olor a ozono...
-¿Lo has cogido? -le preguntó su padre sacando un cigarrillo de la pitillera.
-Le habrás dado al menos un par de tortas..¡eh! -añadió el amigo del padre echándose un trago de vermut.
-No pensaba yo que fueran así -se dijo Luiso en un tono de voz casi imperceptible.
-¿Cómo dices? -le preguntó el padre con indiferencia.
-Nada.
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Oleo del pintor Joaquín Sorolla

4 comentarios:

  1. Nunca estuve allá arriba, en el centro del puente, aunque sí vi más de una vez -y más de dos- a algunos chavales (de la época que narras)gatear por los contrafuertes hasta alcanzar la zona más peligrosa, aquélla que -según decían- temblaba como un cimbel cuando pasaban los autobuses y los camiones por el puente. En palabras de hoy diríamos que aquella escalada les producía un "subidón de adrenalina". Pero ya digo, yo solo lo conozco por lo que contaban. Hoy lo he revivido de una forma estupenda, con tu relato.Gracias, viejo amigo. Un abrazo.

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  2. Yo tampoco Carlos. Yo nunca logré subir a esas buhardillas del "puente de la corriente", ni siquiera me lo propuse..me faltaba valor. Cuando terminaba el relato pensé que Luiso (mi trasunto) culminara con éxito su escalada, pero no me quise hacer trampas en el solitario, de manera que tampoco Luiso logra culminar esa proeza que poblaba la imaginación de los que alguna vez habíamos hecho "rabona" en las tediosas tardes de junio en la playa del chorrillo adormecidos por el "tacataca" de las pequeñas trahiñas ¿recuerdas? que pasaban debajo de aquel puente como un remedo provinciano del Sena parisino.....

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  3. Se me olvidaba lo más importante, Carlos. En el relato, Luiso no puede seguir al lider Orozco por culpa de ese compañero que se le enreda en las piernas....Confieso que con este embuste le he querido "salvar la cara" a Luiso. En cambio lo que le impidió al autor subir cuando era niño era algo más prosaico...el miedo....el miedo.

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  4. Yo si consequí pasar al otro lado del puente, más por miedo a retroceder que a avanzar, recuerdo el tembleque que me entró cuando llegué a la cúspide del arco, que había que avanzar gateando. Creo que no tuve valor para regresar por el mismo sitio, salté la puerta que daba a la carrtera, cerrada a cal y canto con un candando que pesaría varios kilos.
    Aquella "proeza" me valió para descubrir unos dibujos obscenos que decoraban las paredes de hormigón, unos ínfimos trazos de mujeres despojadas de ropa y en posiciones insinuantes.

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