lunes, 15 de febrero de 2010

VIDA Y MUERTE DE JEAN-BAPTISTE LECLERQ (Memorias de un Negrero. Capítulo I)

Sepan ustedes que yo me llamo Jean Baptiste Leclerq, pero a la gente de la mar, entre la que siempre me he movido, ese nombre no les dice absolutamente nada, los deja completamente fríos. 


Todos esos hermanos que, junto a mí, forman la extensa y temida cofradía de negreros y contrabandistas, todos esos que pululan por los puertos de esta costa, desde los helados fiordos del Norte, hasta las cálidas tierras del Sur cruzado ya el paralelo diez, toda esa grey de asesinos....



......y mercenarios, muchas de cuyas biografías están escritas con sangre en los códigos penales de casi todos los paises, toda esa gente, repito, no me conoce sino por “El Francés” apodo con el que –me parece- pretenden afirmar mi parte francesa frente a mi otra mitad española que se la debo, ésta, a mi madre. Si alguna vez fondean ustedes en la rada de Hamburgo, pregunten en cualquier tabernucha de su puerto o en las de sus alrededores, pregunten por el marino Jean-Baptiste Leclerq; nadie les responderá, permanecerán mudos, pero a esos mismos díganles que les cuenten todo lo que sepan sobre "El Francés"; ¡ay! amigo, enseguida aparecerán por lo menos diez truhanes que les contarán las aventuras del negrero que se esconde bajo ese apodo; y les apuesto lo que quieran que de entre esos diez hay por lo menos dos que han navegado conmigo la ruta del ébano; y de esos dos, al menos uno, lleva en sus espaldas las huellas de mi látigo.....




......No, no pongan esa cara de desagrado...¿qué se creían? ¿que la tripulación de un buque negrero se reclutaba entre los chicos de un internado de Oxford? Pues si creían eso andaban ustedes muy...muy equivocados. Un buen látigo y una escogida guardia personal de marineros vascos me han ayudado a sobrevivir en esta profesión y a no terminar mis días arrojado a las aguas del atlántico con un cuchillo de medio palmo hundido en las espaldas. Si,si, ya sé lo que están pensando...pero es que, el terminar colgado de una soga es algo que ya venía incluido en el sueldo, es algo...¿cómo les diría a ustedes?...es algo intrínseco, eso, intrínseco, consustancial al desarrollo de este trabajo y todos nosotros, mal que bien, lo hemos aceptado al tomar el mando de una de esas goletas cargadas de negros. ¿Me explico?
* * *

Cuando amanezca, para lo que faltan justamente dos horas y veinte minutos, los ingleses, que para esto de las ejecuciones suelen ser bastante puntuales, me van a conceder la honrosa distinción de morir en la horca, o, como dicen los manuales de Medicina Forense al uso, a ser colgado por el cuello hasta que el médico de este presidio certifique mi total e irreversible fallecimiento, instante en el que descolgarán de la soga mis restos mortales para, con toda la documentación oficial pertinentemente sellada y firmada po el alcaide de este presidio y por el médico mismo, entregarlos a las autoridades españolas las cuales, por expreso deseo mío los sepultarán en la Villa de Málaga, ciudad en la que nací un dos de mayo de hace ya muchos años, muchos...no recuerdo cuantos, ni me importa. En esa pequeña y blanca ciudad que duerme junto al mar, allí, enterrado entre naranjos y limoneros, entre viñas y olivares, esperaremos tranquilamente hasta que se abran las puertas del Tribunal Supremo que me pida cuentas de mis fechorías cometidas en este mundo.
La sentencia, firme e inapelable, fue dictada hace ya más de dos meses por el Gobernador de “La Roca”. Pero, como tampoco carecen, estos británicos, -los britichs los llaman por aquí- de sentido del humor, han aplazado mi ahorcamiento hasta el día de hoy para hacerlo coincidir así con el aniversario de la conquista de este Peñón que, como ustedes no ignoran, fue arrebatado por las armas a la soberania del Cristianísimo rey Felipe Quinto, que Dios guarde.

Desde ayer por la tarde, el carpintero del presidio, Maese Pitt, está levantando junto con su ayudante y en el centro del patio de armas el cadalso que, puntualmente, dará cuenta de mi persona y mandará mi alma a los infiernos. Maese Louise Jonathan Pitt, un truhán de media suela nacido en las colonias, que desde que amanece el día va eructando ginebra y que en su juventud anduvo ahorcando rebeldes independentistas por cuenta del Gobierno en los territorios que su Graciosa Majestad posee al norte del rio Ontario; ¡si, si! ¿De qué se extrañan? éste fue verdugo antes que carpintero; se ve que el olor a muerto lo echó del oficio. Aún atufa en la distancia corta, dicen algunos mal intencionados, y no son pocos los que se niegan a estrecharle la mano, sobre todo cuando lo ven camino del presidio, junto al carro de las maderas y con el serón de los clavos colgado del hombro. El propio cadalso, según me ha contado el oficial de guardia, una vez desmontado y desclavado, alimentará el horno y los fogones de la cocina del presidio; Bueno, no está mal, pienso yo, algo de mí irá sin duda prendido en ese asado que mañana por la noche se coma el alcaide de esta prisión. También me sirve de consuelo pensar que al menos voy a tener una muerte rodeada de todos los fastos de un rey: las baterías de esta fortaleza lanzarán al aire, con gran estruendo, toda la polvora que durante la noche los soldados del octavo regimiento de linea de su Graciosa Majestad han ido depositando en sus vientres de acero, y el pueblo de Gibraltar, tan aficionado como los otros pueblos a estos espectaculos ejemplificadores, va a tener mañana –digo- entrada franca a la Plaza de Armas de este presidio para verme bailar el minué con la Muerte, mientras se remojan el gaznate con un generoso trago de ron, o una pinta de cercveza negra, que estos días se está vendiendo en las tabernas del puerto a la mitad de su precio, junto con una partida de bacalao noruego que el Gobernador ha regalado a la población gibraltareña para que hasta en las casas más humildes se celebre con el estomago lleno el expolio que cometieron contra los españoles en el siglo pasado. Con un poco de suerte y según sople el viento de manera que mis pitracos se orienten al mar en el último instante podré morir contemplado los fuegos artificiales que se lanzarán al mar desde el Muelle de Poniente del Arsenal.
El hecho de hacer coincidir mi ahorcamiento con una de las fiestas más importantes de este islote, no está en absoluto relacionado con la poca o ninguna dignidad de mi modesta persona, cuya existencia, hasta ahora, para nada le ha quitado el sueño, que yo sepa, a su Graciosa Majestad. La causa es completamente ajena a cualquier hito de mi tormentosa biografía: Por lo que he podido sonsacarle a este joven oficial que de vez en cuando acude a mi calabozo para cerciorarse de que en un arrebato de desesperación no haya derramado mis sesos por algún rincón de sus espesos muros, las relaciones entre las Monarquías británica y española no pasan por su mejor momento, y en Londres han querido vengar no sé qué desaire cometido por algún embajador de su Católica Majestad en el Palacio de Buckingham hace meses, ahorcando a un español el aniversario del mismo día en que ellos plantaron la unión jack en el punto más alto del Peñon y de un tamaño tal que los días claros de Poniente puede verse ondear desde el presidio de Ceuta, al otro lado del Estrecho. Claro, que solo ahorcan a medio español, porque mi otra mitad es de sangre francesa, bretona para ser más exactos. Mi padre, François Leclerqc, era natural de Saint Maló, un pueblo de marineros en el norte de Francia que le dio a este pais ilustres marinos e intrépidos navegantes, sin duda que para compensarla de los rebeldes nacionalistas bretones que ha ido pariendo para ella a lo largo de la historia. Mi padre, el tercer hijo varon de un farmaceutico ilustrado que participó heroicamente en el último levantamiento de La Vendèe, mi padre, digo, llegó a tierras de Andalucía acompañando a Napoleón como Cabo de Artillería cuando el emperador francés puso sus ojos en el trono español. Como presagio, sin duda, de que dejaría sus huesos en estas tierras, fue herido por unos guerrileros catalanes nada más atravesar los Pirineos, cerca ya de Puigcerdá. Yo no quisiera manchar la memoria de un difunto, y menos aún cuando ese difunto es mi padre, pero parece ser que en Madrid, formó entre las filas de algún pelotón de fusilamiento durante las tragicas jornadas de La Moncloa; de todas formas, si eso es cierto, bien caro lo pagó cuando, después de la derrota de Bailen y siendo prisionero de guerra fue entregado en Jaen a la ira del populacho junto con otros compañeros de cordada. Paseando con sus amigos de tropa por las playas de Malagueta conocío a la que será mi madre, Dolores Simón, más conocida por Lolita, la del Puerto, una joven que trabajaba en la Fábrica de Cigarros y que por las noches bailaba fandangos en una taberna del barrio de Los Percheles. A ninguno de los dos he llegado a conocer; mi madre murió de unas fiebres malignas a los pocos dias de darme a luz y mi padre, después de ser derrotado junto con su regimiento en la batalla de Bailén, murió linchado por el populacho enfurecido entre las murallas de la ciudad de Jaen. Antes de abandonar Málaga le dio tiempo a dejarme depositado en un Orfanato de la ciudad con mis apellidos registrados en el Juzgado de Paz. Durante todos estos años no he dejado de preguntarme si mi padre, cuando se fue lo hizo con la intención de venir a recogerme algún día.
Hace poco, mientras cenaba, he tenido que atender al señor Villodres, el encargado de negocios del Consulado español en Gibraltar el cual, al carecer yo de pariente cercano alguno que me haga de albacea, ha venido a ultimar conmigo, personalmente, los últimos detalles del traslado de mis restos y de mi definitivo enterramiento en el Cementerio Civil de Málaga, ya que el Obispado de esa ciudad, que es la mía, me niega la sepultura en sagrado, como era mi deseo: Ya ven, a pesar de la vida tan disoluta que ha llevado uno, soñaba no obstante con un trocito de tierra en las espaldas de la Catedral, cerca del Muelle de Poniente, desde el que poder contemplar todas las tardes el regreso de las barcas de los pescadores, pero no ha podido ser. A renglón seguido, y algo ya más relajado, me dice que entre las últimas voluntades que se me conceden -añado yo que para consolarme del feo desplante qu me ha hecho la Madre Iglesia- está la de la propiedad del nicho que la Corona española me cede a perpetuidad para mí y para mis descendientes. El señor Villodres, en un enrevesado lenguaje diplomático trata de explicarme que las circunstancias de mi apresamiento, juicio y ejecución por una potencia extranjera con la que atravesamos uno de los peores momentos de nuestra reciente historia han sido las que han movido a nuestro gobierno a ese rasgo de generosidad tan inusual en condiciones normales, pues debo comprender, dice con una medio sonrisita de conejo asustado que mis antecedentes biográficos se salen de lo normal, a lo que yo asiento sin dejar de masticar el trozo de pollo inglés que en ese instante ocupan a mis dientes diciéndole que no tengo hijos ni sobrinos a los que legarle tan noble y piadosa herencia, pero que de todas formas me siento muy agradecido a su Majestad por tan hermoso gesto. Lo hace constar en sus papeles y me dice, mientras moja nuevamente la pluma en su tintero de mano que todos los gastos de traslado de mis restos corren por cuenta de nuestro Consulado. Llegado a este punto debo decir que de vez en cuando, el buen hombre, acompañándose de alguna tosecilla nerviosa, se disculpa por tener que despachar directamente con el interesado (este es el eufemismo que emplea cuando se refiere a mi persona) un asunto tan desagradable como el que nos ocupa, mostrándose muy sorprendido de la indiferencia que yo muestro en todo el desarrollo de una conversación que, por su contenido, debía de hacer temblar a cualquiera que no fuera yo. Eso decía. Como en cierto momento percibí en su mirada una pizca de curiosidad hacia mi persona le expliqué que, por mi profesión, había estado cerca de la Muerte tantas veces que dificilmente podía la situación presente alterarme el sistema nervioso. Han de saber ustedes que durante toda la conversación nos estuvo acompañando el siniestro tac-tac de los martillos de Maese Pitt y su ayudante. El señor Villodres, quedó tan afectado por la corta visita que se vio obligado a hacerme que cuando el guardia, atendiendo a su llamada, ha abierto la puerta del calabozo para que saliera pensé que iba a caer desmayado antes de llegar al umbral de la misma. Y el caso no es para menos: dentro de algunas horas él será quién tenga que cerrar la tapa de mi ataúd sobre mi amoratado cadaver aún caliente; la última imagen que de mi rostro dejo en este mundo será su cerebro el encargado de conservarla no se sabe por cuanto tiempo, yo se lo deseo corto. Cuando he terminado de firmar el último de los documentos que me ha presentado, le ahorro la desagradable sensación de apretar entre las suyas las manos de un ahorcado y lo despido con una sonrisa.

4 comentarios:

  1. Perfecta exposición de los últimos momentos del pobre Jean Baptiste, descrito con todo lujo de detalles en tan poco espacio, como no podía ser menos, viniendo de un hijo literario del gran Victor Hugo. ¿Por qué me vendrá la imagen de Jean Gabin cuando leo estos diarios?
    Gracias por este nuevo gustazo.

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  2. Es curioso: Jean Gabin, es uno de mis actores preferidos. Ese rostro de indiferencia y escepticismo que pone en todos los personajes que ha encarnado me dice mucho....
    Me imagino a Jean Gabin interpretando este monólogo teniendo como fondo sonoro los martillazos sobre pino crudo que da el señor Pitt construyendo el patíbulo, y la escena me satisface cinematograficamente.

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  3. Los miserables se rodó en 1957, protagonizada por Jean Gabin, de ahí mi alusión a este magnífico actor, que hacía el rol de Jean Valjean.
    Un abrazo.

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  4. Os recomiendo si teneís ocasión:
    El musical "Los Miserables" el papel de Jean es interpretado por Pedro Ruy Blas y es otra forma de ver o entender la obra.

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