viernes, 8 de diciembre de 2017

Las Memorias de Jean Valjean II

Las relaciones que he mantenido con mi padre desde la infancia hasta que abandoné el domicilio familiar de la calle Baro Alegret de Ceuta una vez concluidos mis estudios de Magisterio siempre fueron muy tormentosas. Mi padre se había criado huérfano. A la madre se la llevó la tuberculosis cuando mi padre contaba ocho años de edad y al padre, vivo aún, se lo llevó el ferry que cruzaba el Estrecho y nunca más se supo de él ni bajo que cielo pueden dormitar sus restos. Esa carencia de amor materno y paterno le marcarán para malvivir todo el resto de su vida encadenado a una neurosis que le impedirá ejercer con un mínimo de garantías de éxito las funciones de padre, sacramento civil para el que Dios por lo visto no lo había llamado. No era un hombre autoritario, no, ni mucho menos era, simplemente, ya lo he dicho, un neurótico y sus reacciones más primarias eran completamente imprevisibles, sobre todo cuando yo lo contrariaba con algunos de mis caprichos de niño malcriado, malcriado por una madre sobreprotectora que temía en todo momento que la muerte se me llevara consigo como hizo con mi hermano Pepe. Respecto a su falta de autoridad debo decir que a lo largo de mis años en convivencia con él lo vi muchas veces doblar la cerviz humildemente ante cualquier critica de mi madre hacia cualquier aspecto de su nefasta paternidad que como digo dejaba bastante que desear. Sus intentos de corregir mi malcrianza materna iban acompañados en casi todos los casos de una violencia extrema hasta el punto de que si mis hermanos no lo hubieran separado en las ocasiones que más peligraba mi integridad fisica ya hacía años que yo calentaba mis huesos en algún rinconcito soleado del cementerio de mi pueblo que se encontraba bajo la advocación de San Antonio y justo frontero a un vertedero municipal que en los días de levanta perfumaba todo el recinto mortuorio con una niebla espesa de olor agrio dulzón.  Al no haber tenido padre sus limitaciones y su autoindependencia en cualquier aspecto de la vida eran muchas. Cualquier hombre con un mínimo de picardía podía engañarlo miserablemente y levantarle los bolsillos mientras él se quedaba alelado saboreando cualquier halago por falso que fuera la persona emisora de dicho piropo.

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