domingo, 3 de diciembre de 2017

Las Memorias de Jean Valjean

Cuando aquellos libros de Emilio Salgari, Julio Verne, Conan Doyle...comenzaron a aburrirme lo suficiente hube de acudir, para seguir matando el tiempo en las eternas siestas insomnes de aquellos veranos sureños a la pequeña biblioteca del mayor de mis hermanos. Él que era el único de la casa aficionado a la lectura (abrigado ya económicamente, a sus dieciseis años por una nómina del Estado a la que se hizo acreedor como funcionario en la Delegacion de Comercio de Ceuta) compraba a plazos aquellos libros gordos de dos mil y tres mil páginas de papel biblia en los que la Editorial Plaza y Janés servía a la voracidad lectora de mis paisanos los autores de moda: André Maurois, Lajos Zilahy, Somerset Maugham......Estos autores fueron mis padrinos en mi puesta de largo como lector impenitente. 

 Mientras mi hermano oía con devoción litúrgica sus lecciones de inglés en el pickup comprado también a plazos yo pasaba páginas y páginas de tan perfumadas ediciones apenas sin entender nada de lo que iba leyendo pero que al suponer, para mí, dichas plúmbeas lecturas, la tabla de náufrago que me rescataba de la calle, la excusa que me eximía, al menos delante de mi conciencia de la obligación de tener que alternar con mis semejantes yo hacía como que aquellas lecturas no solo las entendía sino que hasta las disfrutaba; algo realmente  patético. Aun así, tanta y tan precoz fuerza de voluntad no será premiada jamás por el Destino, pero eso ya es otra historia.

Una vez leída, de aquella manera, la pequeña biblioteca de mi hermano sucedió, no recuerdo cuando ni en qué circunstancias, un hecho verdaderamente prodigioso (prodigioso en el sentido de excelente, exquisito, primoroso, que es como lo define el Diccionario de la Real Academia en su segunda acepción) como lo supuso el descubrimiento de la Biblioteca de mi Instituto, que si no recuerdo mal era al mismo tiempo la Biblioteca Pública Municipal del pueblo que por falta de local se alojaba entre los estudiantes que dicho sea de paso no la frecuentaban excesivamente, y es que, simplemente ignoraban su existencia, como yo.

 Este descubrimiento de mi “paso del noroeste” particular, este hecho marcará, (aún albergo serias dudas de si fue para mi bien o para mi mal), un hito en la historia de mi vida; su depósito bibliográfico, que ahora nos parecería modesto, y que dormía entre las cuatro paredes de esta sabia institución me catapultaron de hoz y coz en la pasión por este deporte de pasar páginas y comer letras y que nunca me abandonará ya, apartándome de una forma definitiva e irreversible  del tráfico callejero y de las para mí difíciles relaciones con las agrupaciones canallescas de la muchedumbre infantil del barrio que pasaban las tardes de sábado rompiendo pelotas de trapo en un remedo de futbol junto a las tapias del Asilo de Ancianos o persiguiendo a los pobres gatos de la municipalidad los cuales, al menor movimiento sospechoso de la díscola tribu, desaparecían por las esquinas como pequeños relámpagos de terciopelo beige. 

Muchas veces me han preguntado cómo me aficioné a la lectura. Y como esta pregunta se la hacen a uno cuando ya pinta algunas nieves en el cabello y cuando se ha perdido ya la cursilería pedante de la juventud he contestado lo que ya he citado más arriba y que es la cruda verdad: fui un niño retraído y tímido que me relacionaba mal con mis semejantes de pantalón corto y mis semejantas de lindas trenzas escolares; me rompí los dientes delanteros cuando llegué a esa edad en la que uno se mira más en el espejo que en el prójimo y este aspecto feo unido a los apelativos insultantes que me brindaba la canalla infantil del barrio me llevaron a refugiarme en el hogar paterno del que sólo salía para ir al Colegio o al cine los domingos con mis padres. ¡Cómo admiraban mis amigos mi afición por la lectura! y....¡cómo envidiaba yo la facilidad que mostraban ellos para conquistar la amistad de las compañeras del colegio! aquellas lindas princesas de calcetines mordidos y trenzas deshilachadas que olían a mantequilla y a tinta escolar por las que yo, en aquellas siestas agosteñas suspiraba con el libro apretado entre mis manos abanicando mis sueños con la brisa de la cercana playa que hacía desfilar a la atardecida una capilla sixtina de nubes por encima de nuestros tejados.

Si por aquel entonces Freud me hubiera tumbado en su famoso sofá psicoanalítico el diagnóstico habría salido fulminante con la fuerza de un torpedo: A usted, jovencito, lo que le sucede es que tiene sobrevalorado al otro sexo, y yo no lo habría entendido claro. Habrán de pasar muchas lluvias y muchas nubes para que, pisando ya los umbrales de la vejez y sumergido en las lecturas de Wilhem Reich se me haga alguna luz en la conciencia sobre el perfil psicológico de aquel niño que fui y del viejo que ahora soy; las investigaciones de este disidente marxista sobre la formación del carácter neurótico ampliarán mi paisaje interior, despejándolo de las nieblas que hasta entonces lo cubrían y que me llevaba a culpar al Destino (ese chivo expiatorio) de todas las necedades por mí cometidas y que como piedras lanzadas al aire por mí han ido cayendo luego siempre sobre mi estructura psicologica y emocional con una puntualidad y puntería verdaderamente diabólicas.

Era tan necio entonces que siempre le echaba la culpa de mis desgracias a los más absurdos y obtusos pronósticos; a veces caminando hacia el Instituto, con las lecciones mal aprendidas me decía a mí mismo: si el último coche (entonces el trafico era algo más ligerito que el de ahora) que vea antes de entrar a clase, los números de su matricula suman una cantidad par (o impar) no me preguntarán la lección. Y cuando estos juegos de aprendiz de brujo no funcionaban enseguida me buscaba una explicación lógica (lógica dentro de mi estúpida  ilogicidad) que no resquebrajaran los cimientos de mi “religión la carta”. 

En el internado de los salesianos, llegué, no sé por qué retorcidos atajos de mi precaria capacidad intelectiva a la negra convicción de que los miércoles eran los días fatídicos para mi supervivencia entre la plebe estudiantil y si no surgía la desgracia yo obrando como un ser completamente irracional víctima de una mente mágico simbólica me buscaba mis propios problemas para, al menos, consolarme en la certeza de mis pronósticos, provocando con mi agresividad y mis malos modos, que todos los dioses del miércoles se me pusieran de espaldas; mi masoquismo psicológico ya iba apuntando maneras.

De todas mis desgracias encontraba yo siempre un culpable exterior a mi persona, a mi propio YO. Y respecto a mis relaciones con las chicas habrán de pasar muchos años para que ahora, de viejo comprenda perfectamente que los hechos reales se ajustaban bastante bien a ese pronóstico de Freud sobre mi hipervaloración del otro sexo, moviéndome siempre en el puro amor platónico cuando, ya en la adolescencia, mis fluidos más íntimos buscaban  sus cauces naturales de salida, sus medios de expresión que yo había reprimido..la causa de esa represión, como ya he apuntado saldrán a la luz aunque de una forma poco matizada y muy a lo bulto, para entendernos, pues en todos sus perfiles y aristas la sigo ignorando; y todo era (lo sabré ya de viejo) que ya habían comenzado a aparecer los primeros síntomas graves de mi neurosis que, si bien algo aminorada me sigue acompañando y no me dejará sino cuando metido en mi ataúd me despidan en las puertas de la funeraria. 

Yo era un adolescente torpe y soso  incapaz de tocar el vestido de una de aquellas beldades quinceañeras con las que compartía las lecciones de geografía y “mates” en la academia de clases particulares como se llamaban entonces a este complemento formativo que por una modesta mensualidad aportada por nuestro progenitores recibíamos al salir del Instituto. Así fue como y por qué que me refugié en la lectura. Todas las visitas que acudían a casa, al verme sentado en un sillón de la salita entregado a ese feo vicio del que ahora reniego impíamente, cuando me veian leyendo comentaban todas con esa cursilería dulzona  y postdiabetica que iba a ser yo de mayorcito un lumbrera...vamos un enfant terrible de la Ciencia o del Arte....¡pobre de mí! porque yo también me lo creía pero era el caso que esa falsa intelectualidad precoz no se reflejaba en los estudios; mi comportamiento en el Instituto era el de un verdadero holgazán, que por llamar la atención y buscando la solidaridad de los compañeros más díscolos de la clase me mostraba duro y mostrenco a los consejos de los viejos profesores que terminaban aburriéndose de mí y expulsándome del aula de clase.

Mi irresponsabilidad mostrenca, campesina, me inspiró para falsificar las  notas finales del Primero de Bachiller lo que me hizo merecedor de ser internado, como lo fui, en un Colegio de los Padres Salesianos. Y es cierto que la lectura me gusta y me sigue deparando horas placenteras pero no es menos cierto que los orígenes de tal afición fueron los que fueron y al papel no lo puedo engañar. Contemplada desde la atalaya de mis sesenta y cinco años la biografía de aquel niño neurótico que iba de tropezón a susto y de susto a tropezón hasta romperse los dientes (los físicos y los mentales: las paletas delanteras me las rompí en el colegio de los agustinos) ese niño que asoma como asustado de la Vida en las viejas fotos de la lata familiar me produce una indefinible sensación de ternura y fracaso al mismo tiempo, como de una vida quer se ha empleado dando vueltas con la noria a un pozo sin agua.

Y es que siempre le he tenido miedo al fracaso; ese pánico neurotico a no quedar bien, ese terror a que se forme alguna grieta en la máscara que oculta mis miedos, preocupado siempre porque a través de esas vias de agua pudiera asomar el verdadero YO que siempre me he obsesionado de llevar oculto y que lleva años viviendo tras esa muda efigie que yo mismo me he fabricado para intentar engañar a la Vida, ese inmenso trabajo de masoquismo sicologico como la de estar constamengte tapando agujeros en un bote salvavidas que se me viene al fondo, todo ese trabajo de grisaceo y mediocre Sísifo amenazado por la piedra, todo,  me ha impedido disfrutar de las flores del camino o de hermosos atardeceres bajo la sombra fresca de un arbol,  y en cambio me han llevado a pisar siempre la única boñiga fresca de vaca que había en el sendero, sin duda que puesta allí por los dioses para mi desgracia o, como Quevedo a que truene y diluvie cuando me atrevo a salir al Mundo (las pocas veces que me he atrevido) con el cuerpo desaliñado y mi alma infantil a la descubierta.

Jean Valjean




                                                                              
                                                        


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