sábado, 9 de diciembre de 2017

CRÓNICAS DE HADÚ

        
                            MI primera bicicleta fue un patín, ¡sí, sí, un patín!, un hermoso patín de dos ruedas blancas y rotundas como una pareja de donuts. Tenía un manillar con freno a la rueda delantera y un transportín para llevar el bocadillo, o para sentarse, según corriera el viento. El encuentro con este maravilloso corcel metálico que hizo volar mis huesos infantiles por todas las calles y callejas de Hadú, mi barriada natal tuvo lugar en los escaparates de la Casa Ros, uno de los comercios más añejos y prestigiosos de la ciudad que, cada mañana, con una puntualidad nórdica abría sus cierres metálicos en la Calle Real cerca del cine Apolo. Además de cámaras fotográficas de prestigiosas marcas internacionales, Casa Ros se publicitaba en los entreactos de los cines locales como el lugar adonde todos mis paisanos que ejercían profesiones relacionadas con la salud pública....y privada acudían para abastecerse de sus instrumentos de alta precisión que la ciencia de la optimetría y la audiometría ponía al alcance de sus clínicas particulares. El señor Ros, seguramente que para aprovechar y amortizar la licencia de importación que tenía concedida para comerciar con el país de los tudescos (véase: Alemania) traía por Navidades las pequeñas y no tan pequeñas delicatessen que la industria juguetera de este país arrimaba cada año al mercado europeo. Y allí, entre toda la filigrana de precios lujosísimos, con sonrientes papanoeles de peluche marcándote el producto con una amplia sonrisa cervecera, allí estaba mi hermoso patín cegándome con los brillos de su manillar cromado y haciéndome cosquillas en las burbujas de mi imaginación con sus rotundas (ya se ha dicho) ruedas blancas sumergidas entre los últimos modelos de microscopios Zeiss o de un elegante telescopio con el que redescubrir otra vez la luna de los poetas; o aquellas perfectas miniaturas de aldeas alemanas ferroviarias por donde discurrían las soberbías máquinas Franklin con sus vagones de todos los colores y con las que todos los niños de Ceuta hemos soñado alguna vez, ¡si, si, tú también mi querido lector! Si hoy día, a la hora de escribir sobre aquella Ceuta o aquel Hadú de mi infancia recorro con el barco de mi memoria todos los rincones y recovecos de mi barriada natal se lo debo a aquel hermoso patín que me llevó a descubrir desde los callejones y patios vecinales de la barriada musulmana de la Mezquita pegada ya casi a los montes de García Aldave hasta las pequeñas casas unifamiliares que se agrupaban como gaviotas asustadas al borde de las faldas del monte Hacho que venían a ser, si se contemplaban desde el mar, como las gárgolas o los diáconos que anunciaban la presencia monte arriba del siniestro presidio que ha protagonizado los momentos más tumultuosos de la historia local.
                              CUANDO ya tomé la suficiente confianza y autoridad sobre mi patín y para hacer los honores a mi ascendencia fenicia (ni más ni menos que como todos los habitantes de esta península ibérica) comencé a comerciar con las apetencias casi eróticas que mi hermoso vehículo despertaba en toda la canalla infantil del barrio,  no me lo pensé ni dos veces y por una perra gorda admitía a bordo de mi patín al pedigüeño de turno y, emulando yo a los coolies chinos, yo, también a fuerza de peinar el suelo con una de mis piernas paseaba al cliente por las callejas del barrio; había días que me lo alquilaba “sin conductor” el niño de la Farmacia que, como todo hijo de boticario había nacido con un poder adquisitivo bastante confortable y por dos reales le prestaba mi patín por todo el tiempo que cabía en media hora y que yo cronometraba con un viejo reloj de pared que colgaba de la entradita de la casa de mis padres.
                                            CUANDO comencé a unirme al tráfico rodado y llegaron a las dependencias familiares las quejas de mi tío Pepe, conductor de autobuses, relatando mis rallis por la cuesta de la Puerta del Campo, mis padres entonces, en las tertulias de la comida discutieron entre las dos posibilidades, a saber: o levantarme consejo sumarísimo y mandarme de por vida a las Islas Chafarinas o...lo que era más razonable comprarme una bicicleta que me diera la seguridad precisa frente al trafico motorizado que, como cualquier lector de mi edad sabe, en aquella época era bastante eximio. La bicicleta era de color verde y el recuerdo que guardo de ella es que olía muy bien, o al menos a mí así me lo parecía. Si dejo de escribir y tanteo con los dedos de mi mano izquierda en el parietal del lado correspondiente aún puedo teclear con mis dedos alguna arruga resto de la cicatriz que me dejara en la cabeza el accidente más serio que tuve con esta bicicleta. Era, creo, una mañana de verano en la que los niños conquistábamos las calles antes que los mismos gatos. No sé qué diabólica inspiración me movió hacia el fatal experimento pero el caso es que me tiré por una pendiente muy pronunciada que terminaba en el enrejado de la Huerta de Azuhara o Azuhaga que el nombre se ha ido despintando en la memoria como un azucarillo en el agua. Como un niño de la guerra después de un bombardeo fui llevado a la Casa de Socorro de mi entrañable barriada de Haddú con todo un coro de plañideras vecinas que sostenían entre los brazos a mi madre. Este pequeño encontronazo de mi infantil parietal contra la verja de la Huerta de Azuhara significó un interregno en mis practicas velocípedas pues además coincidió con el reciente fallecimiento de mi hermano Pepe. Al sentirme con los pies tocando otra vez el duro suelo y verlos huérfanos de aquellas alas de goma con las que yo peregrinaba por la ciudad tuve que recurrir a la bicicleta de alquiler y todas las pequeñas monedas que mendigaba entre los miembros de mi familia iban indefectiblemente a engordar la caja de ingresos del pequeño taller de bicicletas regentado por un mecánico alto, guapo y elegante que a mí me parecía un galán de cine disfrazado de mecánico pues me lo imaginaba más bien en alguna de aquellas peliculas “de safari” que echaban en la sesion continua del cine Astoria los sábados por la tarde o en la sesión “de matinée” (dicho queda aunque en francés) los domingos por la mañana.  Ni del patín ni de esta pequeña bicicleta que me dejó un recuerdo en la piel de mi cabeza recuerdo la forma en cómo desaparecieron de mi vida. Creo que mi padre era el que se encargaba de ello. Durante el tiempo que permanecí en el internado de los salesianos  desapareció junto con una escopeta de aire comprimido con la que (ahora lo recuerdo con bastante orgullo) fui incapaz de matar ningún volátil por más que lo intentara. Una tarde de verano, un niño del barrio que era aficionado a cazar con trampas me pidió prestada la carabina y delante mía abatió tres o cuatro gorrioncillos que cuando yo los ví crucificados entre las manos del niño me quitaron las ganas de tener escopeta para siempre. 
                       ....Pero estaba hablando de mis bicicletas. Luego llegó ya en forma de bicicleta de adulto una preciosa Bertin (francesa) comprada en el comercio de Tetuán y que un amigo de mi padre casi tan joven como yo, pasó por la frontera pedaleando y (como para disimular) mirando al fondo indiferente como el actor Jacques Tattí en sus famosas escenas de cartero de no recuerdo ya qué película. Con esta bicicleta terminé de confeccionar el mapa de mi ciudad pues ya trabajaba para entonces en el pequeño comercio de repuestos de automóviles que mi padre poseía en la castiza y popular Plaza Vieja (¡qué nombre!..Tan sólo uno me he encontrado que casi me gusta más que éste; ha sido en Málaga una calle del casco viejo llamada Plaza de Toros Vieja) de donde salí, con mis estudios de Magisterio ya concluidos para irme al servicio militar lo que supondría la salida definitiva de la casa paterna. 
Como todos los jóvenes de mi generación que tenían coche familiar yo también sentí la fascinación por el volante y los motores de combustión interna haciéndome olvidar por años este simpático vehículo movido a pedales para sentir las vibraciones del gasoil inflamado debajo de mi sillón de piloto; hasta aprendí (con ese mimetismo de la juventud) a tirar pedántemente sobre el mostrador de la cervecería de turno el manojito de llaves del vehículo para impresionar a la novieta de turno o a la que, aún sin serlo, yo aspiraba con hacerla tal. ¡Cuánta razón tenía mi entrañable maestro Josep Pla cuando decía aquello de la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo ...¡¡¡Cuánta razón...!!!
Cuando abandoné la casa paterna (y el coche de papá) para irme a trabajar a Barcelona hube de recurrir a mis recuerdos de velocipedista para mantenerme razonablemente vertical sobre las dos ruedas de una potente Sanglas-500 que adquirí con una indemnización que me llegó de la Academia de la que fui despedido después de haber abandonado una “ducati 125” que el padre de un alumno me vendió como de “segunda mano” a un precio asequible a la modesta nómina que cobraba por aquellos años.
Y después de muchos años, habré de esperar a mi precoz jubilación y la adquisición de mi flamante autocaravana que ya ha salido en estas páginas con el nombre de El Mistral, para mi reencuentro con la bicicleta; esta vez será bajo las lineas aerodinámicas de Rosicler, nombre que me recuerda los rosados amaneceres que he contemplado izado sobre su sillín y moliendo los kilómetros de asfalto con obstinado pedaleo. Con Rosicler he paseado por los bulevares de algunas ciudades de nuestra vecina Francia y he trotado por los caminos rurales de la isla de Mallorca, lugar paradisíaco para la bicicleta tanto por el paisaje como por la educación urbanita y la cortesía de sus automovilistas que ven con simpatía a este silencioso vehículo doblando las esquinas de sus rosadas masías en esos atardeceres mediterráneos de nuestras queridas islas cuyo paisaje invita a leer a Séneca, a Virgilio y cosas así. Vale.
Alberto Núñez García.
                     

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