lunes, 30 de noviembre de 2015

El entierro de Bigotes

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La primera vez que este cronista, a la tierna edad de siete años se puso a cavilar, con su todavía rudimentario intelecto sobre el significado y origen del popular refrán, -aquél que, desde siempre habían utilizado los allíneros para conjurar a los elementos naturales más inhóspitos (veanse: tormentas, truenos, rayos, inundaciones…), o simplemente para avisar de ellos cuando ya, además de no podérseles conjurar casi se les venían a uno encima- fue, precisamente, una de esas noches de las que -sin pretender pasarse de lúgubre- hacía justo honor a tan popular conseja.
-"Va a llover más que cuando enterraron a Bigotes".


Esto fue lo que oí decir a mi abuelo José, (el padre de mi ya difunta madre) que en ese preciso instante bajaba, lentamente y con crujidos de mata polillas la empinada escalera de madera que, desde nuestra cocina (donde nos encontrabamos reunidos todos los miembros de la familia menos mi hermano Guillermo que había ido para acompañar a su novia hasta el barrio en que vivía) conducía, les digo, a la buhardilla donde, desde su separación matrimonial de la abuela Encarna, acudía por las noches a derramar sus huesos perfumados de yodo sobre las viejas lanas de un aún más viejo camastro militar que trajera mi padre desde un chatarrero de la barriada de San Amaro cerca de un jardín donde habitaba desde que yo era niño un viejo mono, antiguo tripulante de un mercante liberiano y que fue abandonado a su suerte en el muelle de poniente y que ya en la jaula le tiraba a los niños las piedras que aquellos previamente le habían tirado envueltas en papel de caramelo.



-¿Me oyes Lolita? Lolita era el cariñoso diminutivo con que el abuelo llamaba a mi madre.
- ¡Va a llover mas que cuando enterraron a Bigotes!
Y la verdad era que, desde que habíamos terminado de cenar, y nuestra madre había entronizado sobre la mesa el lebrillo de barro con las lentejas (con antiguas liturgias aprendidas de su madre, como era la de hacer la señal de la Cruz sobre la racion de las proletarias legumbres mientras mascullaba unos latínes que sólo Dios sabe si ella misma los entendía) para que entre todos las limpiáramos. Y la botella de aguardiente (ésto último sólo para los hombres, o sea mi padre y mi abuelo) desde eso no había cesado, en toda la noche, de tronar.

Eran esos truenos secos, tan característicos de nuestra climatología, desgarradores del propio animo como ellos solos lo eran, que se aproximaban al Pueblo, como cabalgando, desde las últimas cumbres de Sierra Bullones, y que luego se rompían en mil pedazos, muriendo todos ellos en un único fragor sordo, sobre cogedor y pánico que sonaba (al menos así me lo parecía a mí) como a los golpes dados sobre un gigantesco sarcófago que estuviese descendiendo de donde los dioses, desparramándose al fin, con lúgubres y metálicos ecos por entre las piedras antiguas de nuestro barrio


La verdad es que han transcurrido ya tantos años -a mí me parecen ¡tantísimos...!- desde aquella noche, que no puedo recordar muy bien si fui yo o fue mi hermana (sobre cuyos intereses y conocimientos meteorológicos me corroían entonces más que fundadas dudas dado lo tierno de su edad que no pasaría arriba de los tres años) quien le preguntó al abuelo por el origen de curiosísimo refrán o, si tal vez fue el propio abuelo el que comenzó sus historias sin que nadie le interrogara que era, por otra parte, como muchas veces también sucedía. 

Lo que sí recuerdo bien es que el abuelo José, echando miraditas (como las echaría una Sabina sobre su mágica bola de cristal) por los transparentes vídrios de su copa de aguardiente (como consultándoles, me decía yo,) contó algo, si no completamente literal, si bastante parecido a esto que yo les cuento ahora:
Una fría mañana de enero del año…; ese mismo año en que se estrenó la butaquería nueva del teatro Apolo y cuyo escenario fue inaugurado por una cantante de arias que vino desde la otra orilla del estrecho. Una de aquellas mañanas, en fin, en que los cocheros, para matar el frío que bajaba por la calle Soberania Nacional y que había nacido de madrugada en las faldas del monte Hacho vigilaban sus simones desde el interior del café "El Rapido", con una copita de ginebra caliente entre las manos.

Mi abuelo, que conducía (no sé si se habrá dicho ya) coches de caballo "por cuenta" y que, como los demás, estaba pegadito a los cristales tomándose su desayuno habitual (una sopita de higos secos cocidos en vino añejo) vio de venir, cuando daba cuenta del último higuillo con sus gotas de ámbar enrojecidas por el vino, vio de venir les digo hacia las vidrieras del Café, corriendo por mitad de la Plaza del Reloj, a Guillermito, un tonto, decía mi abuelo, que dormía abrigado con hojas de periódico debajo del puente Almina en una de las tres barcas que los soldados de El Fijo utilizaban para vigilar los acantilados del Presidio. El mismo Guillermo (mi abuelo se emocionaba al contarlo) que se llevaría la riada del 35 dejando su enteco y esquelético cadáver arriado como el resto podrido de algún naufragio en las playas de La Ballenera, toda la cara comida por unos marrajos hambrientos. Guillermo, el tonto, era además tartamudo:
-Ya… Ya… Ya lo traen. Ya lo traen
(CONTINUARÁ....)

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