viernes, 31 de enero de 2014

Luíso ( II )

La ventana del dormitorio se encontraba a los pies de la cama, por eso, cuando Luíso se despertaba, y nada más abrir los ojos, lo primero en que se fijaba su atención era en las sombras chinescas que las rendijas de la persiana proyectaban sobre el techo. En esta pantalla cenital, Luíso, todas las mañanas, veía desarrollarse ante sus ojos un mundo de seres extraños y deformes, un mundo que a él, levitado por su potente imaginación, le parecía como traido desde otra galaxia. Los habitantes de este universo de sombras se afirmaban sobre dos piernas larguísimas y extremadamente finas que terminaban por abajo en puntas afiladas como los compases de dibujo, y por arriba en una cabeza diminuta que, sobre esas piernas, flotaba en el vacío, en la nada. A veces aparecían como unas raicillas, dos, que se agitaban y se cruzaban como dos sables en un frenético combate; esgrimas fugaces que aparecían y desaparecían en el espacio -ya se ha dicho- que quedaba debajo de lo que Luíso había considerada como la cabeza de estos homúnculos.
Todas las mañanas, Luíso se entretenía en dotar a los movimientos de estos seres de la coherencia necesaria con la que ellos pudieran adquirir vida propia e independiente; con la imaginación iba creando entre ellos un nexo de unión, una excusa de vida, un argumento. El drama se desarrollaba en el espacio que iba desde el umbral de la ventana hasta el centro del techo, hasta el punto del cual pendía el cable de la bombilla. Este lugar era el occidente, el finis terrae, la congelada bankisa a la que venían a morir con sus ilusiones y sus desalientos aquellos hombrecillos salidos del sol; en aquel trocito diminuto de techo, después de haber representado más o menos bien cada uno su propia y legítima tragedia, desaparecían aquellas vidas efímeras en la más profunda de las soledades. Unos se paraban en medio, solos, agitaban los bracitos sabliformes y huían hacia la bombilla, a veces lenta, a veces rápidamente; otros aparecían en parejas o en tríos por un extremo de la ventana agitando las equis de sus brazos y, al llegar al centro del escenario, desaparecían sus bracitos y se quedaban inmóviles, con sus piernecitas abiertas en compás, y, sobre el cielo de éstas, vibrando, el solecito negro de sus cabezas. De pronto uno de los dos salía disparado hacia el nacimiento de la bombilla y allá se precipitaba en el agujero negro o simplemente se disolvía en un pocito de intensa luz que aparecía junto al cable mientras el otro salía batiendo sus piernas por uno u otro lado del escenario (que a ésto, Luíso no lo llamaba morir) no faltando tampoco ocasión en la que cuatro o cinco de estos seres se amontonaban en el centro de la pantalla formándose entre ellos un cafarnaum de bracitos, de piernas, y hasta de cabecitas, cabecitas flotantes que iban de un lado para otro como las bolas de un billar enloquecido. Este universo de sombras chinescas tenía un principio y un fin. Luíso no conocía su principio, su primigenio bigbang, pero a cambio de eso si que le era permitido presenciar su agonía, ser testigo mudo de su fin. Cada mañana  (Luíso en su imaginación lo vivía como una gran catástrofe cósmica, sideral, inconmensurable) y dependiendo de a qué hora se hubiese despertado, transcurridos quince o veinte minutos (¡tan corta era la eternidad de este universo paralelo!) comenzaba a entrar por la parte alta de la ventan, una oleada intensa, blanca y cegadora de luz que iba comiéndose por los pies a estos hombrecillos. Ellos no parecían en absoluto ser conscientes del terrible fin que se les venía encima, pues mientras la Muerte Blanca los iba sumiendo en la Nada, aprovechando el menor hálito de vida continuaban, impasibles, su trasiego inquieto y afanoso. A veces había alguno de ellos que, sin duda, desesperado por la contemplación, cara a cara, de una muerte para ellos inevitable, (muerte que, fatalmente, se aproximaba bajo la apariencia de aquella inundación de blancura cegadora) careciendo de la fuerza de voluntad como para esperar tranquilamente a que la lengua mortal terminara por abrazarlos y fundirlos en su propio luminoso ectoplasma, no pudiendo soportar, en fin, junto a sí la presencia de aquel pozo de luz asesina que amenazaba con tragárselos a todos...y a su mundo, preferían adelantar ellos mismos el curso de los acontecimientos y en un intento de acabar cuanto antes con aquella angustia insoportable se precipitaban contra el nacimiento del cable de la bombilla desapareciendo para siempre, tragados, abducidos por el agujero negro que junto a aquel había.
Nada más desaparecer su pequeño universo consumido por aquel incendio de blancura y de luz, el alma de Luíso caía en un pozo insondable de nostalgia, una nostalgia que él vivía como infinita. Sin ignorar las leyes de la Física, conociendo perfectamente el origen tan prosaico de aquellas sombras chinescas, a pesar de saber todo aquello, Luíso quedábase un rato como alelado, recreando en su imaginación el torbellino de dolor y desesperación que estaría azotando las almas de aquellos seres una vez precipitados para siempre en el vacío, sensación (la de caer en la Nada, la de la disolución total del propio ser) que nacía también en su corazón una vez finalizada la tragedia, para endulzarse por fin, las propias heridas del alma pensando en la inmediatez del nacimiento de un repetido y nuevo universo de sombras chinescas a la mañana siguiente. No dejaba de haber algo de morbosidad, se había dicho a si mismo en más de una ocasión, en la contemplación de aquel enjambre bullicioso de vidas que, quizás por ser tan efímeras se entregaban con tanta vitalidad a la pura acción, al contínuo movimiento. Había algo de sentimiento insano en seguir el curso de una vida cuyo fin, él veía inexorable desde la inmensa esquina que era su cama y desde la que presidía aquel diminuto universo del que se consideraba su creador y del que sabía de antemano que estaba condenado a la desaparición.
(jean valjean)

No hay comentarios:

Publicar un comentario