viernes, 31 de enero de 2014

EL ÚLTIMO TRANVÍA (Las Memorias de Jean Valjean III)

En un edificio de diez plantas, suponiéndole cuatro viviendas en cada una de esas plantas…en un edificio de esas proporciones –no haría falta más- cabría toda la población que conformaba la pequeña barriada en la que yo nací el dos de mayo del año mil novecientos cuarenta y nueve, día en el que además de estar señalado por patrióticos recuerdos que el cañón del Monte Hacho solemnizaba con sus veintiuna descargas de pólvora, conmemorando el levantamiento del pueblo español contra el invasor francés, además de eso, se recordará por la fuerte tormenta de nieve y lluvias que asolaron el país de norte a sur de una manera desmedida para las fechas en que ya nos encontrábamos, esto es con la primavera ya muy avanzada; el año terminará con otro temporal aún más fuerte pero localizado esta vez en el sur; el mar, enfurecido, azotará durante dos o tres días del mes de diciembre nuestras costas y se cobrará la vida de muchos pescadores que, con sus barcas y sus redes se irán al fondo del Estrecho.
Las casas de mi barriada natal eran todas ellas sin excepción de una sola planta con tejado a dos aguas, de una sola planta excepto las que se encontraban, como la nuestra, cerca del terraplén de una huerta, que poseían, además, un sótano; el nuestro estuvo ocupado durante unas breves vacaciones de verano por un chimpancé que a papá alguien le trajo desde las Islas Canarias junto con un producto completamente desconocido hasta entonces en el barrio y que hizo las delicias de toda la familia, se llamaba gofio y no era más que una harina tostada que mamá nos mezclaba con el café con leche de las mañanas.
En la arteria principal, la que conducía al exterior del barrio, había un pequeño colmado regentado por la señora Herminia donde todos comprábamos lo mismo y en cantidades muy similares pues nos nivelaba democráticamente, no el apetito, que cada uno tendría a su gusto, sino las economías, que todas eran modestamente iguales, con la ventaja de que como en uno de esos viejos drugstore de las películas “del oeste”, en nuestro pequeño colmado podía el vecindario abastecerse de los objetos más alejados de la pura nutrición como eran las alpargatas cuando comenzaba el verano y las botas de goma para el agua cuando comenzaba el invierno; libretas, lápices y gomas de borrar para los niños de la escuela de don Antonio y sobres de carta fileteados en negro para las viudas. En una hoja de papel de estraza, la tendera apuntaba las modestas deudas del vecindario que se iban amortizando con una elasticidad casi milagrosa para ajustarse a las estrecheces con las que la inflación podía sitiar periódicamente y por riguroso turno a cada uno de aquellos hogares. Cuando de mayor, el cine me ha servido imágenes de esos pueblecitos de sudamerica alejados todavía del consumismo feroz de nuestras latitudes, cuando eso…he recordado aquella barriada mía natal, pues la semejanza era evidente: el mismo rebaño de cabras que eran ordeñadas a la puerta del domicilio, el pequeño colmado con los pollos recién desplumados colgando de un pincho de acero y las marcas de la sangre del mismo pollo tiñendo el mostrador de cinc; el panadero con sus hogazas de pan en unas espuertas cargadas sobre una mula, cuyos cascos, golpeando sobre la tierra pisada de la calle, y oyéndolos nosotros desde el útero de algodón de nuestras camas, ejercía sobre nuestras vísceras más íntimas,  la misma influencia que el sonido (de no recuerdo ya que artilugio de laboratorio)  ejercía sobre el perro en el experimento de Pavlov sobre los reflejos condicionados: de la misma manera, con su lenta y monótona percusión de procesión patibularia el noble animal despertaba en nuestro sistema digestivo los primerizos jugos gástricos dispuestos ya para digerir a la tierna molleta regada con el verde oro del aceite de oliva, que era, al menos en nuestra barriada, el plato nacional por excelencia. Luego venía el ditero, un simpático personaje que nacido de la dura economía de la posguerra quedó congelado en el Tiempo y, que yo siendo niño aún llegue a conocer. El ditero era muy parecido al cobrador de los recibos de la empresa municipal de aguas: ambos vestían el sobrio traje gris (con chaleco y reloj de leontina) con los hombros y las rodilleras abrillantadas por el tiempo, ...¡y el uso! (no quería decirlo), un grueso bloc de recibos bajo el brazo y las pequeñas lentes “de cerca” asomadas al abismo de la calle desde el seguro trampolín de sus narices. Una diferencia importante separaba no obstante al cobrador del agua del ditero y era que donde el cobrador del agua llevaba su pequeña linterna para leer los contadores de más dificil accesibilidad, el ditero llevaba un metro de madera (con el que golpeaba en las puertas de sus parroquianas)  para tasar fielmente la tela vendida. El ditero, además, portaba sobre sus hombros, en un fragil equilibrio pero que desafiaba no obstante a los principios mas rudimentarios de la gravitación universal, llevaba, digo, una gruesa resma de telas de todos los colores, con los que las mujeres de mi barriada confeccionaban su modesto vestuario de los domingos. El ditero no tenía local, no tenía almacén, no tenía empleados, y disponía tan sólo de su simpatía personal y su magnetismo para convencer a sus clientas de la bondad de sus productos así como de la generosa plasticidad de su financiación que, como un guante de latex, se ajustaba perfectamente a los entrantes y salientes de cualquier economía por muy modesta que fuese. Con un lápiz faber encajado en una de sus orejas con el que apuntaba los encargos y una voz de barítono que venían a morir a los pies de mi cama.¡¡¡El Diterooooooo!!!este entrañable icono emocional de mi infancia hacía acto de presencia primero con la voz que se dejaba oir todavía debil procedente de la parte alta del barrio donde se encontraba el Cuartel de Regulares o la pastelería La Africana ahogada su voz todavía por los sonidos familiares más cercanos a mi diminuto ecosistema como podían ser el trasiego que mamá se traía en la cocina o la conversación de dos vecinas transeuntes junto a mi ventana, y después, una vez ya en nuestra calleja, golpeando con su metro de madera las puertas de sus abonadas a las que correspondía ese día entregar el pequeño óbolo con el que amortiguar la deuda que se tenía con el viajante de las telas (que así lo oí yo también de  nombrar en una tertulia de mujeres en la tienda de Herminia). Antes de llegar a oir el golpe sobre la puerta de nuestra casa, yo, abrigado bajo la manta y deleitándome con las emanaciones más íntimas de mi cuerpo me entretenía en calcular por qué calle del barrio se encontraba en cada momento, prestando atención al volumen que iba adquiriendo el tono de su pequeño mantra comercial: ¡¡el diterooooooo!!;hasta que como un personaje de la ópera, él hacía su entrada triunfal en la estrecha callejuela de Fajardo Martinez y mi madre se apresuraba entonces a tomar su papeleta que bien plegada reposaba en el fondo de un jarrón de vidrio que siempre había conocido yo encima de la máquina de coser singer y cuya peana era únicamente profanada cuando mamá tenía que restaurar algún estropicio de nuestros pantalones o confeccionarse, como sus paisanas, un delantal nuevo o, (como solía decir ella), un caprichito para ir al cine los domingos, ayudada por las revistas de corte y confeccion que ajadas ya por el uso traficaban de casa a casa como aquellos altarcitos petitorios de la parroquia que andaban de aquí para allá arañando los últimos cobres de los paupérrimos monederos. En esa papeleta, que mamá consultaba de vez en cuando emitiendo un hondo suspiro cuyo significado tardaría yo en descifrar, con esa papeleta y  con el ditero ya en nuestra puerta desplegadas las telas sobre un saco de arpillera en el suelo, éste, mientras le iba recitando la calidad y belleza de sus retales apuntaba sus modestas “entregas a cuenta”. Cuando, presentada ya toda la carta de sus productos, (de una manera oral, como un rapsoda) llegaba a la conclusión de que la clienta no iba a comprar nada más, tomaba sus tijeritas desde el bolsillo de la solapa y cortaba la mercancía que envolvía en papel blanco que llamábamos “de seda” y que olía como el que usaban para envolver los dulces en la Pastelería la Aricana, la que estaba junto al cine.Es muy posible que tan humana y noble institución del pequeño comercio subsista aún en alguno de esos paises de economías modestas, ¿por qué no?, sin embargo, aunque hubiese un ditero sudamericano o…caribeño,  había algo que diferenciaba a mi barriada de estas aglomeraciones rurales transoceánicas y era el canto del muhaidín con el que yo me despertaba cada mañana y que me llegaba desde una azoteílla próxima donde vivía un santón al que los niños musulmanes y “nasaranis” besábamos sus manos a cambio de alguna galleta “maría” o unos caramelos “popis” que el viejo sufí extraía de las profundidades de su chilaba.
…O el coro de voces infantiles de una escuela musulmana recitando alguna sura del corán.
Mamá, al levantarse por las mañanas, tomaba del aparador, los veinte duros que papá, la noche anterior había dejado  depositados en un cenicero de vidrio y los guardaba en su monedero junto con las pocas monedas que hubieran sobrado del día anterior. Si bien es cierto que la carne y el pescado fresco, que han sido y siguen siendo los productos más caros de cualquier dieta familiar, los traía mi padre de la vecina villa de Tetuan a la que acudía tres veces por semana para comprar por riguroso encargo piezas de recambio para los automóviles de los clientes de una tienda que regentaba en la Plaza Vieja, en el centro de la ciudad, mamá, como la mayor parte de las amas de casa de la época, carecía por completo de la menor autonomía económica y habrá  de esperar a que el mayor de mis hermanos, con tan solo dieciseis años se ponga a trabajar como funcionario interino para poder ella disponer de cierta liquidez con la que acudir a las necesidades textiles de todos nosotros y permitirse, de vez en cuando algunas licencias extraordinarias como era la de entregarle todos los meses al abuelo José, cuando éste se vino a vivir con nosotros, cinco duros para engrosar algo la exígua pensión que recibía del Montepío y colaborar así a su consumo diario de tabaco y café o cumplir sus compromisos con las bodas o los nacimientos que se producían entre los más allegados de la barriada o de algún familiar que, como era corriente en aquellos tiempos, estuviera pasando por un momento dificil como era el caso de su propia madre, la abuela Encarna a cuya casa acudía yo cada primero de mes llevándole una cesta de la compra extra con la seria amenaza de que no tomara ninguna moneda de las que me ofreciera la abuela como propina. Este padrinazgo o madrinazgo económico de mamá hacia su propia madre duró hasta que siendo yo ya un mocito espigado de doce años, y por decisión de todos sus hijos, la abuela Encarna se fue a vivir a casa de la tita Isabeline donde fallecería uno de los años –no recuerdo cual- que yo permanecí como alumno interno en un Colegio Salesiano de Cádiz. El abuelo José la sobreviviría, creo, tres años. Respecto a mis viajes a la casa de la abuela Encarna debo decir que aún conservo en la sién izquierda el recuerdo, en forma de cicatriz, de unos de aquellos días en que mamá me enviaba a casa de la abuela; yo me negué a ir con esa terquedad irritante del niño mal criado que está acostumbrado a hacer su santa voluntad, y entonces ella, mi madre, enfurecida con toda la razón, sin pensárselo dos veces me tiró lo que en ese momento tenía en la mano, un hueso blanco de ternera que estaba envolviendo en papel de estraza y con el que mi abuela seguramente se haría ese día una ollita de caldo; el hueso lo tiró ella sin tan siquiera mirarme pero por lo visto algún angel justiciero estaba ese día de guardia por las cercanías de casa porque el hueso, con una precisión diabólica, fue a impactar en una herida aún fresca de la que convalecía vendado como un herido de guerra, herida fruto de mi audacia irresponsable con la que manejaba mi bicicleta y con la que fui a estamparme de cabeza contra la verja de una huerta que había al final de una pronunciada pendiente cerca de nuestra casa. Y al hablar de esta pendiente he recordado una historia de la que siempre me he sentido hondamente culpable y que jamás olvidaré en el tiempo que me quede por vivir. Se trataba de un niño, de un niño que en ese tiempo tenía más o menos mi misma edad; vivía a mitad de la cuesta y era el hijo único de un matrimonio compuesto por un guardia civil y su esposa; su nombre no lo recuerdo ni su rostro aunque podría asegurar que era menudo de carnes, de rostro algo feucho y ansioso de tener amigos pues nos seguía a todas partes con una fidelidad canina. Una de esas tardes que junto con Jesús y su hermano Josemari yo jugaba en la calle, a uno de nosotros, no recuerdo a quien se le ocurrió la maldad, la terrible maldad de envolver una piedra con papeles para darle la apariencia de una pelota; luego invitamos a ese niño a que nos disparara un terrible chut para lo que uno de nosotros se puso delante de una portería imaginaria en postura de parar ese disparo extraordinario que queriamos contemplar; ya he dicho que el niño nos mostraba un vasallaje que llegaba a ser incluso desagradable; otro imitaba a uno de esos locutores de radio de la época radiando en directo la epopeya del famoso gol que el terrible delantero iba a dejar grabadocon letras de molde en la historia futbolistica del barrio y pronunciaba en voz alta el nombre de uno de nuestros ídolos futbolísticos del momento aplicándoselo naturalmente al pobre desgraciado que lleno de orgullo se disponia a lanzar la bola, -el esférico como diría un locutor cursi-. Lo que si recuerdo quizá debido a mi hondo sentimiento de culpa que me embargó desde el instante mismo del suceso, lo que si recuerdo es  que el niño iba calzado con unas leves sandalias de goma típica de la España gris y subdesarrollada de la época y que la protección de los dedos de sus pies era exígua por no decir nula, era, para el caso, como si los llevara desnudos, siendo yo el único de los cuatro que como miembro de una familia colocada un puntito más arriba de la escala social llevaba los míos, mis pies bien recogiditos en aquellos zapatos gorila que de una forma cruel y sin paliativos distinguía entonces a los pobres de los ricos...de una manera brutal:  la España del coche utilitario y las vacaciones aún no había hecho acto de presencia y el sueldo de un guardia civil era más que modesto;  y la madre de Jesús y su hermano vendía cigarrillos y adminículos sanitarios en uno de aquellos bares que pululaban al final de la calle frecuentado por soldados de Regulares y legionarios. Cuando el pobre niño le dio la patada a la piedra, a aquella enorme piedra vestida de periódico lo vimos retorcerse de dolor y dar un grito agudo que debió de oírse hasta en la propia carretera por la que circulaba el autobús; volvió la cabeza hacia nosotros y en   su mirada descubrí más que desprecio y odio que era lo que nos hubiéramos merecido aquel trío de rufianes descubrí sorpresa y decepción viajando juntas; cómo era posible, parecía decirse a si mismo el pobre infeliz, cómo era posible que aquellos amigos a los que él seguía fielmente a todas partes le hubieran pagado su fidelidad de aquella manera; cómo era posible que aquel niño de la bicicleta verde (ese era yo) al que, por puro sentimiento de camaradería, le empujaba en las cuestas arriba para que no tuviera que dejar de pedalear; cómo era posible que aquellos hermanos con los que iba a cosechar cañas para hacer canutos a la cercana huerta en cuya aventura estuvo más de una vez a punto de caer en manos del hortelano...cómo era posible aquello. En ese mismo instante me sentí el ser más abyecto y despreciable del universo mundo, y  mucho más cuando, quizás para descargar mi culpa,  al contar en casa la mísera epopeya de la que había sido coautor, los que en ese  momento estaban en casa se rieron de mi siniestra broma. Si mis padres, ya digo, me hubieran castigado por aquel comportamiento infame habría aliviado a mi alma de aquel peso del cual, a mis sesenta y cuatro años aún me quedan, como ya he dicho, algunos restos, algo así como esa coronita de chocolate tostado que queda en el cacillo después de habernos servido el aromático y nutricio brebaje. El niño, a partir de nuestra miserable hazaña, huía de nosotros como de la propia peste y a pesar de nuestras invitaciones nunca más vino a sentarse en aquel trozo de acera donde confluían nuestra calle, la de Castillo Hidalgo con la suya, la de Marcelo Roldán. La madre, sin duda, apercibida por el esposo que sabía sin duda la poca simpatía que su uniforme verde despertaba entre la gente le aconsejaría a su vástago que no frecuentara más las amistades de aquellos bárbaros. Al poco tiempo, a su padre le concedieron un pabellón en la Casa Cuartel que acababan de construir muy cerca de la barriada, se fueron y nunca más supe de él. Muchas veces me he preguntado por dónde andaría este antiguo compañero de juegos. Cierto verano, siendo ya un mocetón de dieciocho años que fumaba cigarrillos, caminando por la playa con unos amigos me golpeé la punta de uno de los pies con las piedras, y al instante me vino todo esto a la memoria. Sentados ya en nuestras toallas les conté el suceso y fue tal la mirada que sorprendí en sus ojos que me sentí en ese momento como el viejo hampón que le cuenta a los jovencitos del barrio la de policías que se había llevado por delante con su vieja Smith and Wilson de cañón largo. Es posible, volviendo a la historia, que aquel niño, ahora, ya jubilado como yo, pasee a sus nietos por algún parque urbano, avisando a sus pequeños, cuando éstos intenten jugar al futbol con algún papelucho del suelo, de lo peligroso de esos juegos…O que ya haya fallecido.
Cuando mi hermana, la única hembra joven de la tribu familiar comenzó a utilizar sus primeros sujetadores y a mantener con mamá conversaciones “de mujeres” ésta consideró que ya iba siendo hora de que abandonáramos un barrio donde a cualquier hora del día o de la noche, podía llamar a la puerta de nuestra casa un soldado de Regulares o de la Legión solicitando a cambio de algunas monedas un rato de compañía femenina mercenaria, de tal manera que en las conversaciones de sobremesa a mí y de manera subliminal se me estimulaba para que, como preámbulo del inminente éxodo familiar,  trasladara ya mis terrenos de caza y juego a los de la calle Baro Alegret cruce con Fajardo Martinez, ésta última, pequeña callejuela aún sin empedrar en la que se encontraba mi casa natal de la que tuvimos que salir el año 1955 tras malvenderla mi padre en sucia almoneda para enfrentarse a unas responsabilidades fiscales que había adquirido con la Hacienda estatal derivadas de su pequeño negocio de repuestos de automóviles. Los hermanos Barrientos, un tal Galván y Palomo, cuyo padre trabajaba en la Junta de Obras del Puerto fueron los amigos con los que comencé la –para mí al menos- tormentosa etapa de la adolescencia, inaugurada con nuestros primeros cigarrillos fumados en los urinarios del cine Astoria y los también primeros escarceos amorosos con aquellas encantadoras niñas del Colegio de monjas que despertaron los primeros bostezos de nuestra joven líbido con el balanceo de sus falditas plisadas del uniforme y con unos besos robados en la oscuridad ficticia de nuestras sesiones de “matinèe” en el viejo cine. Marita, Loli, Inés….son nombres que ahora, en mi vejez, cuando los pronuncio en voz alta, en la soledad de mi biblioteca, me evocan la imagen de unos pétalos viejos dormidos entre las páginas de algún libro escolar.  (jean valjean)        




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