En un edificio de diez plantas, suponiéndole cuatro
viviendas en cada una de esas plantas…en un edificio de esas proporciones –no
haría falta más- cabría toda la población que conformaba la pequeña barriada en
la que yo nací el dos de mayo del año mil novecientos cuarenta y nueve, día en
el que además de estar señalado por patrióticos recuerdos que el cañón del
Monte Hacho solemnizaba con sus veintiuna descargas de pólvora, conmemorando el
levantamiento del pueblo español contra el invasor francés, además de eso, se
recordará por la fuerte tormenta de nieve y lluvias que asolaron el país de
norte a sur de una manera desmedida para las fechas en que ya nos
encontrábamos, esto es con la primavera ya muy avanzada; el año terminará con
otro temporal aún más fuerte pero localizado esta vez en el sur; el mar,
enfurecido, azotará durante dos o tres días del mes de diciembre nuestras
costas y se cobrará la vida de muchos pescadores que, con sus barcas y sus
redes se irán al fondo del Estrecho.
Las casas de mi barriada natal eran todas ellas sin
excepción de una sola planta con tejado a dos aguas, de una sola planta excepto
las que se encontraban, como la nuestra, cerca del terraplén de una huerta, que
poseían, además, un sótano; el nuestro estuvo ocupado durante unas breves
vacaciones de verano por un chimpancé que a papá alguien le trajo desde las
Islas Canarias junto con un producto completamente desconocido hasta entonces en
el barrio y que hizo las delicias de toda la familia, se llamaba gofio y no era
más que una harina tostada que mamá nos mezclaba con el café con leche de las
mañanas.
En la arteria principal, la que conducía al exterior
del barrio, había un pequeño colmado regentado por la señora Herminia donde
todos comprábamos lo mismo y en cantidades muy similares pues nos nivelaba
democráticamente, no el apetito, que cada uno tendría a su gusto, sino las
economías, que todas eran modestamente iguales, con la ventaja de que como en
uno de esos viejos drugstore de las películas “del oeste”, en nuestro pequeño
colmado podía el vecindario abastecerse de los objetos más alejados de la pura
nutrición como eran las alpargatas cuando comenzaba el verano y las botas de
goma para el agua cuando comenzaba el invierno; libretas, lápices y gomas de borrar para los niños de la escuela
de don Antonio y sobres de carta fileteados en negro para las viudas. En una
hoja de papel de estraza, la tendera apuntaba las modestas deudas del
vecindario que se iban amortizando con una elasticidad casi milagrosa para
ajustarse a las estrecheces con las que la inflación podía sitiar
periódicamente y por riguroso turno a cada uno de aquellos hogares. Cuando de mayor, el cine me ha servido imágenes de
esos pueblecitos de sudamerica alejados todavía del consumismo feroz de nuestras latitudes, cuando eso…he
recordado aquella barriada mía natal, pues la semejanza era evidente: el mismo
rebaño de cabras que eran ordeñadas a la puerta del domicilio, el pequeño
colmado con los pollos recién desplumados colgando de un pincho de acero y las
marcas de la sangre del mismo pollo tiñendo el mostrador de cinc; el panadero
con sus hogazas de pan en unas espuertas cargadas sobre una mula, cuyos cascos,
golpeando sobre la tierra pisada de la calle, y oyéndolos nosotros desde el
útero de algodón de nuestras camas, ejercía sobre nuestras vísceras más
íntimas, la misma influencia que el
sonido (de no recuerdo ya que artilugio de laboratorio) ejercía sobre el perro en el experimento de
Pavlov sobre los reflejos condicionados: de la misma manera, con su lenta y monótona percusión de procesión patibularia el noble animal despertaba en nuestro
sistema digestivo los primerizos jugos gástricos dispuestos ya para digerir a
la tierna molleta regada con el verde oro del aceite de oliva, que era, al
menos en nuestra barriada, el plato nacional por excelencia. Luego venía el
ditero, un simpático personaje que nacido de la dura economía de la posguerra
quedó congelado en el Tiempo y, que yo siendo niño aún llegue a conocer. El
ditero era muy parecido al cobrador de los recibos de la empresa municipal de
aguas: ambos vestían el sobrio traje gris (con chaleco y reloj de leontina) con
los hombros y las rodilleras abrillantadas por el tiempo, ...¡y el uso! (no quería decirlo), un grueso bloc de
recibos bajo el brazo y las pequeñas lentes “de cerca” asomadas al abismo de la
calle desde el seguro trampolín de sus narices. Una diferencia importante
separaba no obstante al cobrador del agua del ditero y era que donde el
cobrador del agua llevaba su pequeña linterna para leer los contadores de más
dificil accesibilidad, el ditero llevaba un metro de madera (con el que
golpeaba en las puertas de sus parroquianas)
para tasar fielmente la tela vendida. El ditero, además, portaba sobre
sus hombros, en un fragil equilibrio pero que desafiaba no obstante a los
principios mas rudimentarios de la gravitación universal, llevaba, digo, una
gruesa resma de telas de todos los colores, con los que las mujeres de mi
barriada confeccionaban su modesto vestuario de los domingos. El ditero no
tenía local, no tenía almacén, no tenía empleados, y disponía tan sólo de su
simpatía personal y su magnetismo para convencer a sus clientas de la bondad de
sus productos así como de la generosa plasticidad de su financiación que, como
un guante de latex, se ajustaba perfectamente a los entrantes y salientes de
cualquier economía por muy modesta que fuese. Con un lápiz faber encajado en una de sus orejas con el que apuntaba los encargos y una voz de
barítono que venían a morir a los pies de mi cama.¡¡¡El
Diterooooooo!!!este entrañable icono emocional de mi infancia hacía
acto de presencia primero con la voz que se dejaba oir todavía debil procedente
de la parte alta del barrio donde se encontraba el Cuartel de Regulares o la
pastelería La Africana ahogada su voz todavía por los sonidos familiares más cercanos
a mi diminuto ecosistema como podían ser el trasiego que mamá se traía en la
cocina o la conversación de dos vecinas transeuntes junto a mi ventana, y
después, una vez ya en nuestra calleja, golpeando con su metro de madera las
puertas de sus abonadas a las que correspondía ese día entregar el pequeño
óbolo con el que amortiguar la deuda que se tenía con el viajante de las telas (que
así lo oí yo también de nombrar en una
tertulia de mujeres en la tienda de Herminia). Antes de llegar a oir el golpe
sobre la puerta de nuestra casa, yo, abrigado bajo la manta y deleitándome con
las emanaciones más íntimas de mi cuerpo me entretenía en calcular por qué
calle del barrio se encontraba en cada momento, prestando atención al volumen
que iba adquiriendo el tono de su pequeño mantra comercial: ¡¡el
diterooooooo!!;hasta que como un personaje de la ópera, él hacía su
entrada triunfal en la estrecha callejuela de Fajardo Martinez y mi madre se
apresuraba entonces a tomar su papeleta que bien plegada reposaba en el fondo
de un jarrón de vidrio que siempre había conocido yo encima de la máquina de
coser singer y cuya peana era únicamente profanada cuando mamá
tenía que restaurar algún estropicio de nuestros pantalones o confeccionarse,
como sus paisanas, un delantal nuevo o, (como solía decir ella), un caprichito
para ir al cine los domingos, ayudada por las revistas de corte y confeccion
que ajadas ya por el uso traficaban de casa a casa como aquellos altarcitos
petitorios de la parroquia que andaban de aquí para allá arañando los últimos
cobres de los paupérrimos monederos. En esa papeleta, que mamá consultaba de vez
en cuando emitiendo un hondo suspiro cuyo significado tardaría yo en descifrar,
con esa papeleta y con el ditero ya en
nuestra puerta desplegadas las telas sobre un saco de arpillera en el suelo, éste,
mientras le iba recitando la calidad y belleza de sus retales apuntaba sus modestas
“entregas a cuenta”. Cuando, presentada ya toda la carta de sus productos, (de
una manera oral, como un rapsoda) llegaba a la conclusión de que la clienta no
iba a comprar nada más, tomaba sus tijeritas desde el bolsillo de la solapa y
cortaba la mercancía que envolvía en papel blanco que llamábamos “de seda” y que olía como el que usaban para envolver los dulces en la Pastelería la Aricana,
la que estaba junto al cine. Es muy posible que tan humana y noble institución
del pequeño comercio subsista aún en alguno de esos paises de economías
modestas, ¿por qué no?, sin embargo, aunque hubiese un ditero sudamericano o…caribeño,
había algo que diferenciaba a mi
barriada de estas aglomeraciones rurales transoceánicas y era el canto del muhaidín
con el que yo me despertaba cada mañana y que me llegaba desde una azoteílla
próxima donde vivía un santón al que los niños musulmanes y “nasaranis”
besábamos sus manos a cambio de alguna galleta “maría” o unos caramelos “popis”
que el viejo sufí extraía de las profundidades de su chilaba.
…O el coro de voces infantiles de una escuela
musulmana recitando alguna sura del corán.
Mamá, al levantarse por las mañanas, tomaba del
aparador, los veinte duros que papá, la noche anterior había dejado depositados en un cenicero de vidrio y los
guardaba en su monedero junto con las pocas monedas que hubieran sobrado del día
anterior. Si bien es cierto que la carne y el pescado fresco, que han sido y
siguen siendo los productos más caros de cualquier dieta familiar, los traía mi
padre de la vecina villa de Tetuan a la que acudía tres veces por semana para
comprar por riguroso encargo piezas de recambio para los automóviles de los
clientes de una tienda que regentaba en la Plaza Vieja, en el centro de la
ciudad, mamá, como la mayor parte de las amas de casa de la época, carecía por
completo de la menor autonomía económica y habrá de esperar a que el mayor de mis hermanos,
con tan solo dieciseis años se ponga a trabajar como funcionario interino para poder
ella disponer de cierta liquidez con la que acudir a las necesidades textiles
de todos nosotros y permitirse, de vez en cuando algunas licencias
extraordinarias como era la de entregarle todos los meses al abuelo José,
cuando éste se vino a vivir con nosotros, cinco duros para engrosar algo la
exígua pensión que recibía del Montepío y colaborar así a su consumo diario de tabaco
y café o cumplir sus compromisos con las bodas o los nacimientos que se
producían entre los más allegados de la barriada o de algún familiar que, como
era corriente en aquellos tiempos, estuviera pasando por un momento dificil
como era el caso de su propia madre, la abuela Encarna a cuya casa acudía yo
cada primero de mes llevándole una cesta de la compra extra con la seria
amenaza de que no tomara ninguna moneda de las que me ofreciera la abuela como
propina. Este padrinazgo o madrinazgo económico de mamá hacia su propia madre
duró hasta que siendo yo ya un mocito espigado de doce años, y por decisión de
todos sus hijos, la abuela Encarna se fue a vivir a casa de la tita Isabeline
donde fallecería uno de los años –no recuerdo cual- que yo permanecí como
alumno interno en un Colegio Salesiano de Cádiz. El abuelo José la sobreviviría,
creo, tres años. Respecto a mis viajes a la casa de la abuela Encarna debo
decir que aún conservo en la sién izquierda el recuerdo, en forma de cicatriz,
de unos de aquellos días en que mamá me enviaba a casa de la abuela; yo me
negué a ir con esa terquedad irritante del niño mal criado que está
acostumbrado a hacer su santa voluntad, y entonces ella, mi madre, enfurecida
con toda la razón, sin pensárselo dos veces me tiró lo que en ese momento tenía
en la mano, un hueso blanco de ternera que estaba envolviendo en papel de
estraza y con el que mi abuela seguramente se haría ese día una ollita de
caldo; el hueso lo tiró ella sin tan siquiera mirarme pero por lo visto algún
angel justiciero estaba ese día de guardia por las cercanías de casa porque el
hueso, con una precisión diabólica, fue a impactar en una herida aún fresca de
la que convalecía vendado como un herido de guerra, herida fruto de mi audacia
irresponsable con la que manejaba mi bicicleta y con la que fui a estamparme de
cabeza contra la verja de una huerta que había al final de una pronunciada
pendiente cerca de nuestra casa. Y al hablar de esta pendiente he recordado una
historia de la que siempre me he sentido hondamente culpable y que jamás
olvidaré en el tiempo que me quede por vivir. Se trataba de un niño, de un niño
que en ese tiempo tenía más o menos mi misma edad; vivía a mitad de la cuesta y
era el hijo único de un matrimonio compuesto por un guardia civil y su esposa;
su nombre no lo recuerdo ni su rostro aunque podría asegurar que era menudo de
carnes, de rostro algo feucho y ansioso de tener amigos pues nos seguía a todas
partes con una fidelidad canina. Una de esas tardes que junto con Jesús y su
hermano Josemari yo jugaba en la calle, a uno de nosotros, no recuerdo a quien
se le ocurrió la maldad, la terrible maldad de envolver una piedra con papeles
para darle la apariencia de una pelota; luego invitamos a ese niño a que nos
disparara un terrible chut para lo que uno de nosotros se puso delante de una
portería imaginaria en postura de parar ese disparo extraordinario que
queriamos contemplar; ya he dicho que el niño nos mostraba un vasallaje que
llegaba a ser incluso desagradable; otro imitaba a uno de esos locutores de
radio de la época radiando en directo la epopeya del famoso gol que el terrible
delantero iba a dejar grabadocon letras de molde en la historia futbolistica
del barrio y pronunciaba en voz alta el nombre de uno de nuestros ídolos
futbolísticos del momento aplicándoselo naturalmente al pobre desgraciado que
lleno de orgullo se disponia a lanzar la bola, -el esférico como diría un
locutor cursi-. Lo que si recuerdo quizá debido a mi hondo sentimiento de culpa
que me embargó desde el instante mismo del suceso, lo que si recuerdo es que el niño iba calzado con unas leves
sandalias de goma típica de la España gris y subdesarrollada de la época y que
la protección de los dedos de sus pies era exígua por no decir nula, era, para
el caso, como si los llevara desnudos, siendo yo el único de los cuatro que
como miembro de una familia colocada un puntito más arriba de la escala social
llevaba los míos, mis pies bien recogiditos en aquellos zapatos gorila que de una forma cruel y sin paliativos distinguía entonces a los pobres de los ricos...de una
manera brutal: la España del coche utilitario y las vacaciones aún no había
hecho acto de presencia y el sueldo de un guardia civil era más que modesto; y
la madre de Jesús y su hermano vendía cigarrillos y adminículos sanitarios en uno de aquellos bares que pululaban al final de la calle
frecuentado por soldados de Regulares y legionarios. Cuando el pobre niño le
dio la patada a la piedra, a aquella enorme piedra vestida de periódico lo
vimos retorcerse de dolor y dar un grito agudo que debió de oírse hasta en la
propia carretera por la que circulaba el autobús; volvió la cabeza hacia
nosotros y en su mirada descubrí más que desprecio y odio que
era lo que nos hubiéramos merecido aquel trío de rufianes descubrí sorpresa y decepción viajando juntas; cómo era posible, parecía decirse a si mismo el pobre infeliz, cómo era posible que
aquellos amigos a los que él seguía fielmente a todas partes le hubieran pagado
su fidelidad de aquella manera; cómo era posible que aquel niño de la bicicleta
verde (ese era yo) al que, por puro sentimiento de camaradería, le empujaba en
las cuestas arriba para que no tuviera que dejar de pedalear; cómo era posible que aquellos hermanos con los que iba a cosechar cañas para hacer canutos a la cercana huerta en cuya aventura estuvo más de una vez a punto de caer en manos del hortelano...cómo era posible aquello. En ese
mismo instante me sentí el ser más abyecto y despreciable del universo mundo,
y mucho más cuando, quizás para
descargar mi culpa, al contar en casa la
mísera epopeya de la que había sido coautor, los que en ese momento estaban en casa se rieron de mi
siniestra broma. Si mis padres, ya digo, me hubieran castigado por aquel
comportamiento infame habría aliviado a mi alma de aquel peso del cual, a mis
sesenta y cuatro años aún me quedan, como ya he dicho, algunos restos, algo así
como esa coronita de chocolate tostado que queda en el cacillo después de
habernos servido el aromático y nutricio brebaje. El niño, a partir de
nuestra miserable hazaña, huía de nosotros como de la propia peste y a pesar de
nuestras invitaciones nunca más vino a sentarse en aquel trozo de acera donde
confluían nuestra calle, la de Castillo Hidalgo con la suya, la de Marcelo Roldán.
La madre, sin duda, apercibida por el esposo que sabía sin duda la poca
simpatía que su uniforme verde despertaba entre la gente le aconsejaría a su
vástago que no frecuentara más las amistades de aquellos bárbaros. Al poco tiempo, a su padre le concedieron un pabellón en la Casa Cuartel que acababan
de construir muy cerca de la barriada, se fueron y nunca más supe de él. Muchas
veces me he preguntado por dónde andaría este antiguo compañero de juegos.
Cierto verano, siendo ya un mocetón de dieciocho años que fumaba cigarrillos, caminando por la playa con unos amigos me golpeé la punta de uno de los pies
con las piedras, y al instante me vino todo esto a la memoria. Sentados ya en
nuestras toallas les conté el suceso y fue tal la mirada que sorprendí en sus
ojos que me sentí en ese momento como el viejo hampón que le cuenta a los
jovencitos del barrio la de policías que se había llevado por delante con su
vieja Smith and Wilson de cañón largo. Es posible, volviendo a la historia,
que aquel niño, ahora, ya jubilado como yo, pasee a sus nietos por algún parque
urbano, avisando a sus pequeños, cuando éstos intenten jugar al futbol con
algún papelucho del suelo, de lo peligroso de esos juegos…O que ya haya
fallecido.
Cuando mi hermana, la única hembra joven de la tribu familiar
comenzó a utilizar sus primeros sujetadores y a mantener con mamá
conversaciones “de mujeres” ésta consideró que ya iba siendo hora de que
abandonáramos un barrio donde a cualquier hora del día o de la noche, podía
llamar a la puerta de nuestra casa un soldado de Regulares o de la Legión solicitando a cambio de algunas monedas un rato de compañía femenina mercenaria, de tal manera que
en las conversaciones de sobremesa a mí y de manera subliminal se me estimulaba
para que, como preámbulo del inminente éxodo familiar, trasladara ya mis terrenos de caza y juego a
los de la calle Baro Alegret cruce con Fajardo Martinez, ésta última, pequeña
callejuela aún sin empedrar en la que se encontraba mi casa natal de la que
tuvimos que salir el año 1955 tras malvenderla mi padre en sucia almoneda para
enfrentarse a unas responsabilidades fiscales que había adquirido con la
Hacienda estatal derivadas de su pequeño negocio de repuestos de automóviles.
Los hermanos Barrientos, un tal Galván y Palomo, cuyo padre trabajaba en la
Junta de Obras del Puerto fueron los amigos con los que comencé la –para mí al
menos- tormentosa etapa de la adolescencia, inaugurada con nuestros primeros
cigarrillos fumados en los urinarios del cine Astoria y los también primeros
escarceos amorosos con aquellas encantadoras niñas del Colegio de monjas que
despertaron los primeros bostezos de nuestra joven líbido con el balanceo de
sus falditas plisadas del uniforme y con unos besos robados en la oscuridad
ficticia de nuestras sesiones de “matinèe” en el viejo cine. Marita, Loli,
Inés….son nombres que ahora, en mi vejez, cuando los pronuncio en voz alta, en
la soledad de mi biblioteca, me evocan la imagen de unos pétalos viejos
dormidos entre las páginas de algún libro escolar. (jean valjean)
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