(El niño es
el padre del hombre)
1.
LA INFANCIA QUE NO CESA
Al
mismo tiempo que las expectativas de vida se alargan, la juventud también se
alarga, y hoy incluimos entre los jovenzuelos a tíos con treinta años, cuando
hace unas décadas, al regresar de la mili, te colgaban la medalla de hombre
granado y empezabas a sentirte viejo. Es lógico que, por la misma razón,
la adolescencia y la infancia tiendan a dilatarse. Hubo una época en que los
rasgos de la edad madura impregnaban incluso a la infancia; la vestimenta de
un niño, igual que la de su padre, pero con pantalones cortos y corbata de
goma, le daba un aire formal y triste de viejecillo, y cuando el vello
apuntaba en sus piernas, lo ponían de largo para el resto de su vida, y por
ello los futbolistas, con medio muslo al aire, no podían quitarse de encima la
vitola ridícula de hombres disfrazados de niños, corriendo y todo. Hoy acaece
lo contrario: lo juvenil, e incluso lo infantil, impregna a la edad madura, y
aquí me tienes vistiendo un pantalón corto que descubre mis sarmentosas
piernas, y una camiseta estampada con letras y dibujos, sin olvidar la gorrita
con la visera hacia atrás, el pendiente en la oreja, y otros perendengues para
completar la facha. Y los jóvenes andan por ahí con aire encantador y
simpático, arrastrándose por el suelo como críos que juegan a las bolas, con
inesperadas combinaciones de prendas o con los pantalones colgando a estilo de
Cantinflas, tan lejos de la rigidez de antaño. El hecho de que nacen pocos
niños los convierte en un bien escaso –como el agua– y exige para ellos una atención
exquisita; y al nacer menos niños, se comprende que muchos no quieran crecer
para que así aumente el número de niños.
Hoy
se está bien siendo niño, pero en otro tiempo todos soñábamos con dejar de
serlo. Ser niño no era vivir en Jauja, pues los churumbeles nacían como
conejitos y, si se iban al otro barrio (“teta y gloria”),aquello no significaba
una tragedia ya que la vida seguía trayendo más críos. ¿Qué atención a la
singularidad de cada infante se podía programar en una familia numerosa, donde
los mocosos venían al mundo a la buena de Dios –sin paternidad responsable y
sin planificación familiar– y se criaban todos a la vez, como la yerba que no
siembra ni riega nadie? Y tú tenías que orientarte en el mundo, sin ver más
allá de tus na-rices. Las cosas eran de cierta manera y habías de estar siempre
indagando, igual que el alumno que ingresa en un colegio cuando el curso ya
está empezado y ha de averiguar lugares, horarios, costumbres y nombres para
evitar patinazos en ese trozo de universo que se ha constituido antes de que él
llegue. El mundo y el tiempo eran demasiado grandes ya que habían sido creados
por los adultos pensando solo en sí: te sentabas en una silla y te colgaban los
pies, y cuando la visita que había llegado a casa decía ¡Ea, ya nos vamos!,
sabías que todavía quedaba un rato bueno, para ellos corto y para ti muy largo.
Tenías que ir mirando hacia arriba porque la clave de las cosas (manivelas de
las ventanas, tableros de los armarios, rostro de los mayo-res) estaba por encima
de tu cabeza. El lugar donde reinabas era el suelo, junto a los animales
domésticos y los bichejos terrestres a los que tiranizabas, y en una esfera
superior se alzaba el mundo poderoso de los adultos, lugar del miedo, porque
aun la misma protección recibida ocultaba algo de sospechoso, como regalo
inseguro que podías perder cuando menos lo esperabas. No fui rey de mi casa
hasta que no me establecí por mi cuenta, y para entonces ya había dejado de ser
monárquico.
La
condición de niño pagaba una gravosa gabela por la protección recibida, y todos
queríamos dejar de ser niños. Cuando veías a los mayores tratando qué hacer
contigo (imponerte un arresto, concederte un permiso, admitirte en una escuela,
recetarte inyecciones o pastillas después del reconocimiento), te sentías como
cualquier trasto, pero como un trasto que no lo es y que se encuentra reducido
a la condición de trasto. Yo me veía como un cachorro de perro o de gato, o
como un polluelo de gallina, en un mundo muy grande. Reinaba, además, algo
parecido a una alianza entre los adultos, en tu casa, en la escuela, en la
calle, en la iglesia, regañando siempre por cualquier ocurrencia tuya que
pusieras en práctica: había que cuidarse de las personas mayores, había que
estar siempre ojo avizor para sobrevivir entre esa clase de gente. Por ello
todos soñábamos con ser mayores para no estar mirando siempre hacia arriba,
para largarnos cuanto antes de casa y no someternos a la voluntad de nadie.
Ahora los niños tienen mucha suerte. Como nacen tan pocos, tocan a más cariño
de sus padres y de los mayores, como si su cotización en bolsa hubiera
ascendido. Enviados a la vida como un regalo, en un mundo anestésico y
confortable, rodeados de atenciones, conscientes de las declaraciones de la ONU y de la
protección de los jueces, exigen hacia sí una nueva sensibilidad y un cuidado
concienzudo, con libros y expertos que explican cómo se les cría en los más
mínimos detalles, qué sentimientos desagradables pueden experimentar en
cualquier circunstancia, cómo hacer que sean felices, ¡cuidado que no se
rompan! Del mismo modo, por esta intensificación de la infancia, el pater
familias del garrotazo y tente tieso ha cedido el lugar a un padre que ya
no es padre, sino amiguito del nene, y que ha de luchar cada día por ganarse el
afecto de su vástago. Los hijos son el más alto objetivo de los padres –el reto,
decimos hoy–, lo que les da sentido, pero no un sentido meramente biológico,
como cuando nacían por el empuje de la vida que se expande, y por la fuerza del
grupo que aspira a mantenerse, y por el imperativo de la producción económica
que necesita mano de obra abundante. Es que los hijos forman parte de la
hermosa imagen que intentan conferirse los progenitores en su programa de
realización personal, el cual se verá plenamente satisfecho el día en que
puedan encargar un hijo a la carta. Hasta los nombres de pila reflejan una
atención especial al neonato, porque la elección de éstos ya no se abandona a
la inercia de la tradición familiar o al azar del santo del día, sino a un acto
cuidadoso que tiende a dotar a la criatura de un apelativo sugerente, como hace
el manager de una estrella cuando le busca un nombre artístico para
echarla al mundo del espectáculo.
La
intensificación de lo infantil ha desarrollado también una nueva comprensión
hacia la personalidad del niño, merced al apoyo de la psicopedagogía.
Resignado, un hombre refería a su acompañante: “A ver, me han dicho que el crío
está en la fase de autoafirmación”; y daba a entender que no había más remedio
que esperar a que al chico se le pasara la fase de autoafirmación aquella, como
se espera a que escampe. Si ese padre no hubiera oído tal doctrina libresca,
diría simplemente que el nene se pasa el día dando por culo a dios y a su
madre, y, entonces, con un par de ostias (sin h, por respeto), le
explicaría que, antes de que el autoafirmante naciera y de que existiera el
mismísimo sujeto pensante, la realidad ya se estaba autoafirmando –y seguirá
autoafirmándose– diciendo casi siempre no a nuestros apetitos, por lo
que, en la mayoría de los casos, ante la realidad puñetera, el ser humano tiene
que desarrollar proyectos activos que cuestan es-fuerzo, o actitudes resignadas
a base de ajo y agua. Protegidos hasta el detalle (“Cuidado con las
secuelas que esto pueda dejarles”), adorados y temidos (“No le regañes así, no
vaya a fugarse de casa”, y si se fuga, “Vuelve, vuelve, que todo será como tú
quieras”), disculpados de casi todo (“Mi chico no aprueba porque es-te sistema
es un desastre y no lo motiva”), receptores de lo mejor (“Que no le falte de
nada”), es natural que el retoño se encuentre a gusto en el hogar paterno. Por
ello ha emergido una nueva etapa en el desarrollo del individuo humano, la juventud
infantil, en que el hijo disfruta los privilegios de la infancia y la
autonomía del joven emancipado: el pequeñito se ha hecho grande. Antes, en
cambio, debido al bajo nivel de las rentas familiares, en la mayoría de las
casas el hijo se veía forzado a arrimar el hombro para llenar el fondo común, y
a trabajar donde fuese, pues no había entonces puestos rechazados y, por ello,
no era preciso traer inmigrantes; y, para estar currando sin disponer de tu
sueldo, te traía mejor cuenta volar del nido para administrar lo tuyo (por
eso, en la España de comienzos de los setenta los hijos se emancipaban a una
edad media de veinticuatro años, mientras que ahora eso ocurre a los treinta y
uno: ¿acaso en tiempos del dictador Franco las circunstancias económicas y las
expectativas para los jóvenes, en términos relativos, eran mejores que las
actuales?). Pero es el hombre mismo quien se ha hecho tierno, porque su
hábitat se ha ablandado. Es como si la más tierna edad se expandiese
marcándolo todo con el sello encantador de la infancia. (Pedro M. Hurtado: El Hombre insustancial (sátira para malpensantes) Editorial Visión Net. Madrid 2007. Cap. II)
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