domingo, 19 de enero de 2014

EL ÚLTIMO TRANVÍA (Las Memorias de Jean Valjean II)

No consigo recordar si la abuela Encarna llegó o no llegó a tener nevera (bueno, me refiero -ya saben- al frigorífico); creo que no. La abuela Encarna, por razones de tipo generacional, no llegó a ser poseedora de ningún artilugio de uso doméstico que se alimentara con electricidad, salvadas aquellas enormes bombillas de filamento que colgaban tristonas de los techos de la casona de El Parisiana y que se ponían a temblar como de miedo segundos antes de fundirse; la abuela Encarna las conocía tan bien como a su propia diabetes, y los días de tormenta, calculando mentalmente la edad de cada una de ellas preveía cual iba a fundirse: la de la cocina va a caer, lleva ya dos noches haciendo garabitos.  La abuela Encarna llamaba garabitos a aquel tartamudeo o temblores de la luz cuando ella giraba la llavecita para encenderla. Y en todos los hogares que de su extensa tribu se repartía por el pueblo, los días de tormenta, se comentaba el simpático don que alumbraba a la abuela. Era analfabeta, pero de haber sido algo leída, no me cabe la menor duda de que le habría puesto nombre a cada una de aquellas lamparonas que andaban por los techos de El Parisiana iluminando fotos de muertos y achicharrando moscas viejas; habría hecho como el párroco de pueblo que les pone nombres cristianos a las campanas de su iglesia que son las que le ayudan a despertar a sus feligreses los días de oficios. Cuando a nuestra casa de la calle Castillo Hidalgo llegó el primer frigorífico creo que los abuelos ya se habían separado, o, para ser justos, ya los habían separado; a nosotros, cuando se produjo ese tardío expolio conyugal nos tocó en el reparto familiar hacernos cargo del pupilaje del abuelo, y la abuela Encarna fue a consumir los últimos años de su vejez en casa de nuestra tía Isabel. Para el abuelo, esa casa de la calle Castillo Hidalgo supondría su última morada aquí en la tierra; yo estrenaba mi primer traje "de chaqueta" el año en que falleció, y también fue por ese año cuando comencé a comprar mis primeras cajetillas de cigarros americanos; cursaba el cuarto curso del Bachillerato y soñaba con irme al año siguiente a la Escuela Oficial de Náutica en Cadiz, proyecto que se frustró por causas que expongo y analizo en mi libro Al Sur del padre que se encuentra aún en fase de borrador. Pero estaba hablando de la abuela y les decía que salvo aquellos bombillones de sesenta watios que en las noches de verano fascinaban a las mariposas nocturnas del jazminero que venían a tostarse en su vientre, salvo eso, ni siquiera llegó a conocer el uso del electrodoméstico más popular como era el de la plancha electrica, cuya adquisición por entonces estaba al alcance de las economías más modestas. Las planchas que la abuela Encarna (pues eran dos, como los policías que ponían orden los domingos en la cola del cine Astoria o los guardias civiles que vigilaban los pinos de García Aldave) utilizaba para darle lustro y esplendor a su fondo de armario, a su exíguo fondo de armario, tomaban el calor necesario directamente, sin la intermediación de cable o enchufe alguno, de la cocina de carbón (el pueblo las había bautizado con el nombre de cocinas económicas), de allí tomaban los grados de temperatura suficientes como para salir airosas de su diaria batalla con las arrugas del algodón tejido; mientras una de ellas, una de las planchas navegaba en el mar blanco y levantisco de la sábana de turno o remataba la raya afilada del pernil de un pantalón del abuelo, su hermana gemela esperaba su turno de trabajo sentada sobre las brasas de carbón como un "sanlorenzo" de hierro colado. Recuerdo unas almohadillas con las que la abuela Encarna evitaba el contacto directo con el hierro incandescente: eran como su monedero pero sin cremallera, porque la cantera de donde ella sacaba el material para confeccionar la almohadilla era la misma que de donde sacaba para sus monederos que yo llegué a conocer, a saber: los lutos viejos, los sanbenitos de dolor ya caducados y que el tiempo y el roce había deshilachado. Ya les digo, el techo tecnologico alcanzado en la pequeña buhardilla donde la abuela Encarna atendía a la buena coccion de sus alimentos fue, después del carbón con su inseparable soplillo, el infiernillo de petroleo; para entonces ya había nacido el último vástago de mi familia, mi hermana Dolorcita y yo ya era lo suficientemente autónomo como para visitar a la abuela sin necesidad de la compañía de ningún adulto de la familia. Cierro los ojos y la veo, con las tijeras en la mano intentando con la otra, sacar la camisa del infiernillo para podarla con las tijeras y que no expectore humo negro cuando se estén cociendo las lentejas. Por la cara que pone cuando va girando el mando poco a poco para que amanezca el trapo de arder, por la cara que pone parece como si esa camisa tuviera vida propia y se fuese a escapar por la ventana en un descuido de ella. ¿Se estará acordando de cuando tenia que matar al pollo por Navidad cuando estaban en casa todos sus hijos y las parentelas de sus hijos?
¿La lavadora? bueno...la lavadora se encontraba, de la abuela Encarna, a la misma distancia que se podía encontrar el hacha de silex del bisturí eléctrico. ¿Qué les voy a decir?



Al ser yo, en la rama de los nietos de su árbol genealogico, el último o uno de los últimos retoños que vinimos al mundo cuando ella estaba ya en lo que Baroja llamaba muy acertadamente refiriéndose a los últimos años de la propia vida, llamaba "la última vuelta del camino" la conocí ya de abuela y exenta de gran parte de sus tareas domésticas; el recuerdo más lejano que tengo de ella es sentada en una silla de patas cortadas cosiendo, cosiendo ropa, con cuatro o cinco agujas enhiladas y montando guardia como diminutos húsares en el negro panteón de su pechera por si a algún miembro de la tribu le surgía la necesidad de recoser algún díscolo botón o reparar en algún tejido el resto de alguna batalla. Cuando me acercaba a ella para besarla siempre recibía, como la ceniza frontal en la Confirmación, el cariñoso pinchacito de una de estas agujas. Hubo un momento en mi infancia que junto con la creencia de que en el interior de las radios habitaban unos seres diminutos que hablaban como los profesores de instituto, creía también que las abuelas nacían de ese tamaño y vestidas de negro integral..¡ya ven! Me costaba imaginarla acostada en el fondo de su moisés atrapando musarañas con sus manitas rosadas y cuando mamá me enseñó por primera vez una foto de la abuela joven, no ya bebé, pensé que era una nieta más de la abuela.



Yo era, de todos mis hermanos, el encargado de llevarle de vez en cuando alguna exquisitez alimenticia de las que mi madre adquiría para ella en la carnicería del barrio; aún llevo en la sien izquierda -algo más arriba- el recordatorio de una de aquellas mañanas en que con un egoísmo infantil me negué a llevarle a la abuela Encarna la acostumbrada intendencia; el escenario era el pasillo, el larguísimo pasillo de la casa de la calle Castillo Hidalgo; y cuando, como Pedro, negué tres veces a la razonable petición de mi madre, algo salió disparado de sus manos y vino a darse con una herida convaleciente y fresca que me había producido no hacía mucho en una de mis alocadas exhibiciones ciclistas por la pendiente de la huerta de Azuhara.



En su gran casona de El Parisiana era apenas un montoncito de huesos enlutado que, en contra de los principios más elementales de la ecuación de newton se mantenía de pie, y no en un equilibrio inestable..no no en un equilibrio milagroso y deambulaba por las habitaciones sin abrir las puertas, o abriéndolas tan silenciosamente que a mí me parecía que los grandes portales de madera repintada se esfumaban para darle vía libre a aquella motita de luto que venía procesionando por el pasillo:
El retrete, en casa de la abuela estaba fuera, en el portal. Cada año, la abuela lo embadurnaba con cal y para que yo no me desollara mis infantiles nalgas recubría el rosco exterior con una toalla. A pesar de los esfuerzos de la abuela porque mis deposiciones fueran cómodas nunca pude quitarme de encima la sensación de que estaba haciendo "aquello" en el lugar menos adecuado, en la pared, por ejemplo.....

Al paseito de Oro
tres maravillas van
la niña que va en medio
hija de un capitán......



La abuela Encarna pertenecía a aquella generación de compatriotas que, expulsados de sus tierras por la plaga de la filoxera, emigraron a las tierras del Protectorado Español de Marruecos con la modesta ambición de seguir comiendo todos los días, algo que entra dentro de las aspiraciones más razonables; no venían buscando ningún "eldorado" que por otra parte ya no había. Su padre, mi bisabuelo materno, nada más llegar a estas tierras africanas cambió la podadera de viñador por un carrito de mano, y cargado con sus cuatro o cinco botellas de aguardiente y coñac, y sus cajas de cigarrillos y sobres de cartas marchaba cada mañana a la retaguardia de los regimientos que iban al campo para hacer su instrucción; en los descansos él hacia sonar una trompetilla de cobre con la que el mayor de mis hermanos aún jugó de pequeño para indicarle a aquellos fogosos lebreles uniformados de color tierra donde podían abastecerse de alcohol para olvidar y de sobres de cartas para recordar. Los domingos, dia de descanso para los militares, mi bisabuelo se entregaba a la clientela civil y con una cestita de mimbres llena de pasteles se subía de mañana al tranvía o tren que hacía el trayecto Ceuta-Tetuán y a cambio de tres o cuatro pesetas con las que regresaba al domicilio conyugal les ponía el colesterol por las nubes a todos sus compatriotas que, la mayor parte de ellos acudían a los hospitales militares del interior a visitar al hijo o la hermano que convalecía de la herida producida por alguna gumia rifeña. Esto me contaba la abuela Encarna cuando yo acudía a su casa para llevarle el suministro de intendencia mientras, sentado en una silla que siempre conocí coja me tomaba una taza de café "de garbanzos" y ella azotaba con el soplillo de esparto la boca de la cocina de carbón sobre cuya plancha de acero los otros garbanzos los del potaje que ya comenzaban a hervir.


sobrina de un alferez
hija de un coronel
soldadito a caballo
retirate al cuartel

Jean Valjean de Montaigne

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