
¿La lavadora? bueno...la lavadora se encontraba, de la abuela Encarna, a la misma distancia que se podía encontrar el hacha de silex del bisturí eléctrico. ¿Qué les voy a decir?
Al ser yo, en la rama de los nietos de su árbol genealogico, el último o uno de los últimos retoños que vinimos al mundo cuando ella estaba ya en lo que Baroja llamaba muy acertadamente refiriéndose a los últimos años de la propia vida, llamaba "la última vuelta del camino" la conocí ya de abuela y exenta de gran parte de sus tareas domésticas; el recuerdo más lejano que tengo de ella es sentada en una silla de patas cortadas cosiendo, cosiendo ropa, con cuatro o cinco agujas enhiladas y montando guardia como diminutos húsares en el negro panteón de su pechera por si a algún miembro de la tribu le surgía la necesidad de recoser algún díscolo botón o reparar en algún tejido el resto de alguna batalla. Cuando me acercaba a ella para besarla siempre recibía, como la ceniza frontal en la Confirmación, el cariñoso pinchacito de una de estas agujas. Hubo un momento en mi infancia que junto con la creencia de que en el interior de las radios habitaban unos seres diminutos que hablaban como los profesores de instituto, creía también que las abuelas nacían de ese tamaño y vestidas de negro integral..¡ya ven! Me costaba imaginarla acostada en el fondo de su moisés atrapando musarañas con sus manitas rosadas y cuando mamá me enseñó por primera vez una foto de la abuela joven, no ya bebé, pensé que era una nieta más de la abuela.
Yo era, de todos mis hermanos, el encargado de llevarle de vez en cuando alguna exquisitez alimenticia de las que mi madre adquiría para ella en la carnicería del barrio; aún llevo en la sien izquierda -algo más arriba- el recordatorio de una de aquellas mañanas en que con un egoísmo infantil me negué a llevarle a la abuela Encarna la acostumbrada intendencia; el escenario era el pasillo, el larguísimo pasillo de la casa de la calle Castillo Hidalgo; y cuando, como Pedro, negué tres veces a la razonable petición de mi madre, algo salió disparado de sus manos y vino a darse con una herida convaleciente y fresca que me había producido no hacía mucho en una de mis alocadas exhibiciones ciclistas por la pendiente de la huerta de Azuhara.
En su gran casona de El Parisiana era apenas un montoncito de huesos enlutado que, en contra de los principios más elementales de la ecuación de newton se mantenía de pie, y no en un equilibrio inestable..no no en un equilibrio milagroso y deambulaba por las habitaciones sin abrir las puertas, o abriéndolas tan silenciosamente que a mí me parecía que los grandes portales de madera repintada se esfumaban para darle vía libre a aquella motita de luto que venía procesionando por el pasillo:
El retrete, en casa de la abuela estaba fuera, en el portal. Cada año, la abuela lo embadurnaba con cal y para que yo no me desollara mis infantiles nalgas recubría el rosco exterior con una toalla. A pesar de los esfuerzos de la abuela porque mis deposiciones fueran cómodas nunca pude quitarme de encima la sensación de que estaba haciendo "aquello" en el lugar menos adecuado, en la pared, por ejemplo.....
Al paseito de Oro
tres maravillas van
la niña que va en medio
hija de un capitán......
La abuela Encarna pertenecía a aquella generación de compatriotas que, expulsados de sus tierras por la plaga de la filoxera, emigraron a las tierras del Protectorado Español de Marruecos con la modesta ambición de seguir comiendo todos los días, algo que entra dentro de las aspiraciones más razonables; no venían buscando ningún "eldorado" que por otra parte ya no había. Su padre, mi bisabuelo materno, nada más llegar a estas tierras africanas cambió la podadera de viñador por un carrito de mano, y cargado con sus cuatro o cinco botellas de aguardiente y coñac, y sus cajas de cigarrillos y sobres de cartas marchaba cada mañana a la retaguardia de los regimientos que iban al campo para hacer su instrucción; en los descansos él hacia sonar una trompetilla de cobre con la que el mayor de mis hermanos aún jugó de pequeño para indicarle a aquellos fogosos lebreles uniformados de color tierra donde podían abastecerse de alcohol para olvidar y de sobres de cartas para recordar. Los domingos, dia de descanso para los militares, mi bisabuelo se entregaba a la clientela civil y con una cestita de mimbres llena de pasteles se subía de mañana al tranvía o tren que hacía el trayecto Ceuta-Tetuán y a cambio de tres o cuatro pesetas con las que regresaba al domicilio conyugal les ponía el colesterol por las nubes a todos sus compatriotas que, la mayor parte de ellos acudían a los hospitales militares del interior a visitar al hijo o la hermano que convalecía de la herida producida por alguna gumia rifeña. Esto me contaba la abuela Encarna cuando yo acudía a su casa para llevarle el suministro de intendencia mientras, sentado en una silla que siempre conocí coja me tomaba una taza de café "de garbanzos" y ella azotaba con el soplillo de esparto la boca de la cocina de carbón sobre cuya plancha de acero los otros garbanzos los del potaje que ya comenzaban a hervir.
sobrina de un alferez
hija de un coronel
soldadito a caballo
retirate al cuartel
Jean Valjean de Montaigne
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