Tengo en este preciso instante sesenta y
cuatro años, cinco meses y dos días. Hace dos (dos años) me diagnosticaron una
Miastenia Gravis con la que convivo razonablemente bien visitando cada dos
mañanas un tarrito de comprimidos de Prednisona que me ayudan a relacionarme
con la susodicha enfermedad (conceptuada como “rara”) con un cierto confort.
Además de eso estoy saliendo, con no poca dificultad (aunque –eso
si- sostenido por una abundante bibliografía siquiátrica encabezada,
naturalmente por las obras completas de Freud y las de su discípula predilecta
Karen Horney), estoy saliendo o, más correctamente, intentando salir de una
Neurosis narcisista que vengo arrastrando desde la infancia. Vivo completamente
solo en un pequeño chalet junto al mar, que he compartido (¡también el mar!) con mi
esposa hasta su fallecimiento. No me hablo con mi única hija fruto de un
desafortunado primer matrimonio, y tengo una hermana que reside, con su marido y
sus dos hijos, en una isla que se encuentra a más de tres mil
kilómetros de distancia lo que unido a mi fobia por los aviones me llevan al
aislamiento total de este único pariente próximo que ha quedado de mi familia.
He repartido dos juegos de llaves de la puerta de mi casa entre los vecinos
para que, en el caso de mi fallecimiento, puedan acceder a su interior y sacar
mis restos. En estas condiciones tan poco optimistas comienzo, después de haber
permanecido algunos años alejado del teclado (literario) de mi ordenador y
animado por la lectura de las Memorias de Tolstoi comienzo la redacción de
estas páginas para conversar con ese YO mudo (por supuesto que, mudo, solamente para los demás) que me acompaña desde que tengo
uso de razón y que ha sido testigo de todas las estupideces y todas las
necedades que he ido pacientemente enhebrando a lo largo de esta vida
absolutamente esteril y, por lo mismo, completamente prescindible. A propósito
de esto que vengo diciendo me viene a la memoria en este preciso instante una
frase de mi gran maestro Josep Pla que decía con su sarcasmo de boina y tabaco
negro: el onanismo, la masturbación tienen mucho que ver con el fenómeno
de la escritura; más de lo que suele pensarse. Yo estoy totalmente de acuerdo
con esa idea: el escritor (sobre todo el escritor de Diarios y
de Memorias) es un exhibicionista que se masturba en público, y las
lecturas que hasta el presente llevo hechas de este tipo de libros me
demuestran que el pudor que impide ese exhibicionismo no es el mejor
complemento para hacer buena literatura. Un novelista (un buen novelista) es un
memorialista que se esconde detrás de sus personajes. Cela era aún más
cáustico: el que no sabe hacer nada escribe decía con su voz de
caverna y su mirada de yegüa triste.Precisamente para alimentar ese exhibicionismo narcisista que me
caracteriza he pensado en ir vertiendo las páginas electrónicas de este
borrador en las de mi blog de internet pues con dos o tres caritativos lectores
que quieran asomarse a él y saludarme con un escueto comentario me serán suficientes
para motivarme a continuar el trabajo comenzado; ¿Qué quieren? en las casas de
familia numerosa y de economía proletaria o casi proletaria era muy dificil por
no decir imposible encontrar un rincón forrado del suficiente grosor de
silencio como para poder entregarse a la lectura con ciertas posibilidades de
éxito y continuidad; desde muy niño he sido por ello visitante asiduo de las
bibliotecas públicas lo que me llevó a alimentar y acrecentar ese narcisismo
exhibicionista de tal manera que es en presencia de mis semejantes cuando
escribo y leo más cómodamente (sobre todo lo primero). No han sido pocos los
escritores que han levantado toda su obra con una estilográfica y una caja de
cigarrillos sentados junto a las amplias vidrieras de un Café. Pasado ya el
tiempo de aquellos entrañables Cafés de tertulias han sido las páginas de
internet las que han salvado la autoestima de todos esos escritores que hemos
ido recogiendo poco a poco los laureles del divino fracaso en las recepciones
de todas las editoriales del pais, o de casi todas.
*
El pintor Salvador Dalí nos cuenta en sus
memorias que el fallecimiento de un hermano que había nacido antes que él y al
que no llegó a conocer le marcó de por vida pues, según nos dice, siempre se
sintió, en el seno de su familia, como si sus padres lo compararan
constantemente con el tierno difunto; algo muy similar me sucedió a mí a los
ocho años con la trágica desaparición, víctima de la poliomielitis, de mi
hermano Pepe a los diez años de edad. Impresionado, a tan tierna edad, por
aquel huracán de llanto y de dolor que supuso la repentina muerte de nuestro
hermano e influido, además, por los discursos panegíricos que con la mejor
intención me hacían de él, yo también lo convertí dentro de mi ser en un icono
sagrado. Cuando mi comportamiento se salía de la ortodoxia reinante en la
familia me ponían siempre como ejemplo la bondad del reciente fallecido que
presidía el comedor vestido con su traje gris de primera comunión desde un
lugar preferente encima del aparador. Muchos años más tarde, cuando viaje con mi autocaravana por los países del Báltico y las exrepúblicas soviéticas más próximas barojeando por los pequeños cementerios de sus aldeas contemplando las fotos de nicho de los oficiales rusos enterrados en aquellos campos me acordaré, no sé por qué, de la foto de mi joven hermano que presidía el comedor en nuestra casa. Pero...sigo. Mi mujer, que era muy aficionada a la
cartomancia, recibió de uno de estos videntes (que debía de ser honrado pues
tras muchos años de oficio seguía siendo pobre) le dijo que un familiar mío,
(su espíritu) fallecido hacía cuarenta años se encontraba permanentemente
detrás de uno de mis hombros y era el que me protegía. Era el verano del año mil
novecientos noventa y siete. Cuando Conchi, después de esta sesión de
cartomancia, llegó a casa y me lo contó le respondí que cuarenta años atrás el
familiar mío que había fallecido era mi hermano Pepe.
En uno de los cajones del armario grande, un
armatoste de roble oscuro resto del ajuar de boda de mis padres y que se
convirtió con el paso de los años, y con el aumento de la plebe familiar, en la
buhardilla donde reposaban los restos de la ropa vieja que se nos iba quedando
pequeña a los más jóvenes de la tribu cuando dábamos el “estirón” de la
adolescencia, en un cajón de ese armario guardaba mamá las herramientas
escolares de mi hermano Pepe. Los lápices de colores de la marca “alpino”
(correctamente afilados todos) dormían su bostezo de arco iris envueltos en la
fajita que acompañó a su ataúd hasta el cementerio de San Antonio; una fajita
de seda en negro y oro donde podía leerse: “Tus padres y hermanos no te
olvidan”. En las últimas visitas clandestinas que, siendo yo ya un adolescente
de patas largas y acné reciente, hice a este sagrado cajón pude contemplar con
horror que los mordiscos de la polilla iba dejando en la orilla dorada de la
tela santa el rastro de su festín, y que el cuaderno con las copias firmadas por nuestro Profesor don
Antonio comenzaban ya a cubrirse de motitas amarillentas como esos viejos
pergaminos de los conventos, todo ello a pesar de que cuadernos y libros eran
abonados cada primavera con una generosa ración de almendritas de alcanfor. No
guardo memoria del día en que desapareció de ese armario el material escolar
del joven difunto pues, contrariamente a las normas que para el bien de nuestra
economía reinaban en la casa, yo no heredé la maleta de cuero de mi hermano, y
el zapatero del barrio me hizo una nueva, eso que salí ganando. Y la foto que presidía el salón comedor desapareció también una mañana del lugar habitual que había ocupado desde su fallecimiento. El único rastro
que de él queda es su nombre escrito de propia mano en la portada del “Quijote”
edición escolar que acompañó a todos los hermanos en sus estudios y que yo he
conservado en mi biblioteca. Hasta el propio armario, que había guardado sus reliquias, cambió de destino, como si fuese un funcionario, con la desaparición de mi hermano: Mi padre, para evitarle a
mi madre, tener que dormir cada noche entre las mismas dos tablas que habían
presenciado la agonía de su hijo condenó al exilio al dormitorio conyugal y,
como un Abraham enfurecido, los expulsó del domicilio familiar, y acabaron sus
días, creo, en los almacenes de un ropavejero de la parte alta del pueblo, indultando por pura necesidad al armario, que pasó al dormitorio de los jóvenes dejando su lugar, sabiamente
desinfectado con lejía por la muchacha que limpiaba, a un nuevo armario de
lineas más modernas (era por entonces la moda en los mobiliarios de las lineas
rectas y esquinas agresivas que yo me encontraría después en los decorados de
las películas de Jack Tatí) que hizo entrada triunfal en la calle Castillo
Hidalgo acompañado de sus dos mesitas de noche, la cama y la cómoda de color
nogal claro, como rezaba el catálogo.
Mi madre estuvo cubierta de negro durante
muchos años, durante tantos que al igual que el fumador empedernido enciende un
cigarrillo con la colilla del anterior, mi madre reciclaba el luto llevado por
un difunto pariente con el luto del siguiente de tal forma que desde mi
infancia hasta que abandoné el recinto familiar no conocí otro color más que el
negro en los atuendos cotidianos de nuestra madre.
Fue también en el vientre de este enorme
armario donde me sometí a mis primeras caricias onanistas. Enterrado entre la
ropa de invierno que olía a alcanfor y acunado por las voces familiares de los
que en ese momento deambulaban por la casa, hice en el altar de Onán la ofrenda
de los primeros frutos de mis pecados solitarios. Cuando, en el Internado, el
padre confesor, barajando mis manos entre las suyas, me dispare la consabida
frase de: ¿te acaricias hijo mío? yo ya sabré a qué caricias se está
refiriendo.
El último servicio que prestó a la familia
este entrañable ropero lo desarrolló, ya en la nueva casa de la calle Baro
Alegret, sirviendo a unos estudiantes de Magisterio a los que mi madre les
alquiló las habitaciones de mis hermanos conforme éstos iban abandonando el
hogar paterno. Comían, todos ellos, en el comedor de la casa cuartel de la
guardia civil, y para la cena sacaban los fiambres que el noble armario
guardaba con paciencia entre sus costillajes, de manera que cuando mis padres,
ya ancianos abandonaron la casa el armario olía más a despensa de cocina que a
tejidos nobles. Y he de anotar aquí, como el último testigo que soy de mi
familia y para honra y prez del artesano ebanista que lo había tallado que las
polillas que se llevaron por delante los cuadernos de mi hermano no hicieron
mella (y nunca mejor dicho) en las nobles maderas del anciano mueble. Algo más
se salvó de aquel naufragio provocado por la muerte de mi hermano; me estoy
refiriendo al espejo de la cómoda en cuyo azogue mi madre, sin duda,
depositaría las confidencias más íntimas de una joven recién casada: mi padre,
después de separarlo del mueble cubrió su marco de pintura blanca “titanlux”
colgándolo a continuación encima del lavabo al lado de una vieja caja del
contador de la luz convertida por papá en un rudimentario botiquín donde entre
la mercromina y otras menudencias sanitarias guardaba el abuelo su cuchilla
“Sevillana” que afilaba todos los días en el borde del mismo vaso “duralex”
turbio ya de tanta guillotina. Muchos años he estado peinándome en ese espejo;
en él duermen los primeros planos de las biografías cinematográficas de todos
nosotros desde los cruentos afeitados del abuelo hasta las improvisadas cirugías
de acnés y espinillas de todos los adolescentes que en él nos mirábamos pasando
por las refriegas de brillantina con las que uno de mis hermanos mayores
sostenía sobre su blanca frente el oleaje congelado del tupé que puso de moda
el cantante Elvis Presley y que hizo furor entre las chicas del Instituto. Yo
ignoraba por completo la procedencia de aquel espejo ovalado hasta que, vendida
la casa familiar me tocó llevármelo en el expolio, y al quitarle, en uno de mis
arrebatos de carpintero restauracionista la pintura que lo cubría aparecieron
los bajorrelieves modernistas de principios de siglo (del siglo pasado claro),
motivos florales y vegetales fundidos en el mejor bronce, bronce de campana. Le
cambié el vidrio y se encuentra en mi casa, en la de ahora; el vidrio antiguo
no quise tirarlo y duerme el sueño de los justos en la buhardilla…¿qué soñará
allá arriba por las noches? Ese viejo vidrio tiene guardada en su alma toda la
porción de Historia que le tocó vivir, desde el levantamiento militar de las tropas
coloniales en Larache la noche del diecisiete de julio hasta la diáspora total
de la segunda familia que lo acogió en su hogar, nuestra familia; mi padre le
compró todo aquello en el verano del 36 a un oficial del ejercito destinado en
Larache y que se tuvo que incorporar a las tropas rebeldes del general Franco
que acababa de pronunciarse en contra de la República en Llano Amarillo ante
las tropas de la Legión que lo vitoreaban con gritos de ¡Viva España! en
posición de “firmes” y presentando armas. También me sirvió el espejo a mí,
como especie literaria, para escribir el relato El Espejo de mi libro Crónicas de Allí.
Mientras escribo estas lineas pienso que, no
sería descabellado abrigar el sueño de que ese armario ande todavía bostezando
con sus dos enormes puertas por algún modesto domicilio de mi pueblo natal…¿por
qué no? ¿Vivirá todavía?
*
Mi padre se quedó huérfano a los seis años de
edad, circunstancia que lo marcará para toda la vida, a él y también a
nosotros, sus hijos, sobre todo a mí. La primera vez que lo oí relatar las
circunstancias en que había fallecido su madre recibí una fuerte impresión. Y
cuando he leído los cuentos del estilo de Oliver Twist siempre he identificado
a mi padre con uno de esos niños cenicientos que los parientes más alejados del
árbol genealógico iban acogiendo en sus respectivas casas a tiempo tasado y
con más voluntad que cariño.
Mi abuela paterna murió con apenas treinta y tres años, víctima de la tuberculosis, enfermedad que, además de matarla a ella, dejó su siniestra estela en las radiografías pulmonares de todos sus descendientes como lo han certificado puntualmente los diagnósticos médicos cuando por cualquier circunstancia nos hemos visto obligados mis hermanos y yo a someternos al espionaje incruento de los rayos equis. (continuará)
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