martes, 14 de abril de 2009

Cementerios

El Cementerio de la pequeña villa de Salobreña se levanta sobre un promontorio desde el que se divisia, a los pies, el caserío con el castillo en el centro. Por encima del castillo se recorta el fondo azul del Mediterráneo. La construcción data del año 1898 y en la misma placa en la que figura la fecha de inauguración constan los nombres del alcalde de la ciudad cuando tuvo lugar su levantamiento así como el del ingeniero que lo diseñó y el del cura párrico que por aquel año vigilaba el buen estado de las almas de los lugareños.

He llegado a sus puertas sobre las doce del mediodía y he aparcado el Mistral bajo la sombra de un enorme pinar que hace guardia ante la cancela de este reposorio de muertos.

Cerca de la puerta de entrada corre una acequia de agua fresca; no se ve de donde viene y se pierde en dirección al caserío adonde acude a regar sin duda los pequeños huertos que festonean la villa.

He preguntado a una pareja joven si el agua es fiable para beber y me dicen que no, aunque no saben especificarme cual puede ser el impedimento químico o biológico que se opone entre el agua y mi estado de salud.

Después de comer una lata de judías acompañada por un par de copas de vino tinto de Chinchón continuo el camino hacia Granada por la carretera de la costa.

En la capital del reino nazarí el azar me lleva a aparcar junto al Instituto de Parasitología y Biomedicina Lopez Neyre.

Muy cerca discurre una autovía cuyo destino se me escapa.

La tarde se está encapotando; unos nubarrones grises han llenado todo el azul que me brindaba la ciudad cuando llegué hace tres o cuatro horas.
Anochece cuando entro en el aparcamiento de mi urbanización en Rincón de la Victoria.
El viaje ha terminado. Ahora un tiempo de descanso en casa, entre mis libros que ya los echaba de menos. Vale.

No hay comentarios:

Publicar un comentario