lunes, 8 de diciembre de 2014

EL ÚLTIMO TRANVÍA (Las Memorias de Jean Valjean)

No recuerdo en qué época del año nos sometíamos profesores y alumnos a los Ejercicios Espirituales pero sospecho que debía de ser en unas fechas próximas a la Semana Santa. El Colegio tomaba entonces el aspecto de una fortaleza medieval sitiada por no se sabe bien qué diabólicos enemigos mundanos. 

Todo el decorado de películas medievales que portaba yo en el baúl de mi memoria, salían atropelladamente de mi cabeza tomando forma en la realidad y me creía a veces un monje de clausura y otras el mendigo leproso que volteando su campanilla, avisando del mal que lo infectaba  acudía en los días de lluvia a acogerse bajo los soportales de mi convento. La imaginación –ya digo- se me disparaba en esas especiales jornadas. 

El primer día de Ejercicios comenzaba con el rezo de maitines que tenía lugar en la capilla a las seis de la mañana. El oficiante, que ese día solía ser el Director del centro, después de darnos la bendición y el ite misa est, se dirigía con los diáconos hacia el gran portalón que daba acceso a la calle con un pequeño coro de seminaristas que cantaban “a capella” los misereres del oficio de tinieblas. << Diviserunt hic sibi vestimenta mea....>> es todo lo que recuerdo de aquel cántico. Aquí,seguramente, despertó mi afición por el canto gregoriano. 

El resto del alumnado permanecíamos en la capilla de rodillas y mascullando latines teniendo como fondo el mantra bíblico del armonio de don Luis, el Profesor de Talleres: con su calva brillante y los ojos hacia el cielo parecía un sampedro de madera barnizada. Todos esperábamos expectantes el gran choque de las dos enormes hojas del portalón con un estrepito de pelicula “de romanos”. Si el silencio era favorable podían oirse las vueltas que le daba Venancio a la llave; después, y con un ritual casi pontifical el oficiante recogía las llaves de manos del portero y se las entregaba a uno de sus diáconos que la expondrá a los pies del altar mayor hasta que transcurrida la semana de Ejercicios se repita la misma liturgia para levantar el sitio pero ahora con cantos de alegría y juegos de pelota. 

De lunes a domingo se suspendían las clases y pasábamos casi todo el día rezando en la capilla o atendiendo a las charlas que nos daban unos salesianos que venían desde Cadiz y que convivían con nosotros toda la semana. Se limitaban las conversaciones entre los propios alumnos y tan solo en las comidas se permitían las tertulias entre los comensales pero en voz sumamente baja. El resto del día teníamos plena libertad para entrar y salir de la biblioteca que permanecía abierta durante todo el día. Recuerdo con dulce nostalgia mis lecturas de La Historia de los Mártires de Roma de John Fox, un escritor del siglo XVI; fueron casi ochocientas paginas de sangre, leones y circo, perfumado de incienso y mirra pero yo lo leía como si estuviese presenciando una pelicula de “la Metro”.

Por una extraña circunstancia que yo ignoraba se encontraba entre los libros religiosos, que eran los únicos que se nos permitía consultar, una vieja edición de Ivanhoe que, obvio decir, pasó por mi pupitre brindándome horas de placer. La semana transcurría así, en paz y en silencio, y todos los alumnos sin excepción nos adaptábamos a este regimen casi monacal. Soy consciente de que ahora nos sorprendería un comportamiento tan respetuoso de los alumnos, pero puedo dar fe de que así era, no me he inventado nada; respetábamos a nuestros profesores y los queríamos pues ellos, al no tener que sufrir las presiones de unos padres excesivamente protectores de sus hijos se encontraban completamente relajados; raras veces nos llamaban la atención y es que nosotros tampoco nos hacíamos merecedores a los castigos que de todas formas nunca contemplaban el azote o la humillación; el más severo de ellos era permanecer en la biblioteca del colegio durante las dos horas que duraba la proyeccion de la pelicula que tenía lugar en el salón de actos que era una real y auténtica sala de proyecciones.

Yo recuerdo que tan solo dos o tres veces, durante el tiempo de mi permanencia en el colegio me hice merecedor de este castigo que yo aprovechaba para saciarme de las lecturas que me robaban las horas de estudio. La mentalidad de estos hombres célibes y entregados a la vida de una colectividad pedagogica era muy primaria y elemental, carecían de esa picardía canallesca que te brinda el roce con tus semejantes y el continuo trato con niños y adolescentes los hacían también a ellos un poco infantiles.; recuerdo a este respecto como durante una clase, un alumno de quinto curso le levantó la voz a don Benedicto, que era menudito y silencioso. Don Benedicto se asustó y salió despavorido de la clase para pedir ayuda al Padre Conserje que se limitó a tener una charla con el insurgente en el patio que después de besar humildemente la mano del Sacerdote secretario fue a pedirle disculpas al profesor...y de ahí no pasó la cosa; es muy posible que en los malos tiempos que sufrimos ahora, ese profesor, después de haber sido agredido por un alumno tuviera que padecer el acoso de un padre irresponsable y maleducado.

Jean Valjean




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