lunes, 28 de mayo de 2012

Carta desde Briançón (Francia)










Buenos días, amigo Juan Carlos:

Ave Johanne Carolus (como diría el clásico), te saludo en esta mañana soleada de julio, desde las proximidades del Coll de Izoard, que es una de esas montañas que en esta zona de la Galia, con sus casi dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, produce la mayor densidad de ciclistas por metro cuadrado de toda Europa (véanse: Anquetil y Pulidor, década de los sesenta); me refiero naturalmente a los Alpes (no sé el apellido…unos Alpes que están muy cerca de esa hermosa ciudad de Grenoble, cuna de Stendhal).

Me dirijo esta vez hacia las tierras más septentrionales del este de Europa; una de mis asignaturas pendientes desde que compré (¡bendita sea la hora!) este mágico artilugio, esta alfombra de Aladino que es la autocaravana, es Polonia y las dos naciones que se separaron recientemente y que formaban Checoslovaquia. Tengo la firme  decisión de recorrerlas las dos con tranquilidad y por las rutas menos turisticas que son las que mueven mi interés; y si, más que el tiempo mi pensión lo permite, adentrarme en tierras de Rusia a ver si podemos tomar el té con el tierno fantasma de Chejov (el peluquero que me hace las barbas en Rincón y que gasta novia lituana me recomienda a esta última republica para traerme una doncella con la que desposar). Pero sigo. Es éste un viaje que en el año dos mil cuatro me jugué a los dados con mi entrañable compañera Conchi que apostaba por ir a Suecia, lugar al que finalmente dirijimos la hoja de ruta, con el fatal desenlace del que creo ya te hice partícipe.

La tarde de ayer, después de vestirnos (permíteme la cursilada del plural mayestático) todo lo elegantemente que ahora me permite mi escaso volumen proteínico (77 kilos he dado esta mañana) me fui a pasear por (digamos) la Calle Real del pueblo, del pueblo de Briançón, una calle estrechita, empedrada y con un canalito de agua por su crjía, con una inclinación de casi el diez por ciento y cuyos hermosos ejemplares de arquitectura civil de los siglos XVII y XVIII se nos oculta a la vista por un amasijo de carne turista procedente toda ella de Alemania y Bélgica, que miran postales y contemplan con nostalgia tal vez de la infancia ya lejana, unas vaquitas de madera talladas con tajos de Rodín. Como soy muy poco dado a las proximidades epidermicas con mis semejantes (¡ojo! sólo cuando mis semejantes alcanzan esa masa critica que los aleja de las para mí nobles cualidades del individuo) pues me perdí por una de las estrechas callejuelas afluentes de la principal. En los bajos de un edificio bastante antiguo y cuyas dos plantas superiores se encuentran en restauración, me encontré con los escaparates de una librería de viejo. Los ejemplares con mejor pedigree de toda esa pequeña pero escogida biblioteca se encontraban, abiertos, en los anaqueles del escaparate, escoltados por retratos de época y artilugios cotidianos del siglo XIX tales como cachimbas, estilograficas, separadores de hojas…En su interior, sonaba, con los chirridos de los antiguos discos de pizarra (lo que producía una sensación de ternura) la voz de Edith Piaff  (mi timidez me impidió solicitar de la joven dependienta que me “pinchara”, de esta cantante su famosa La vie en rose…¿Qué se le va a hacer?. Pero mi mayor sorpresa, amigo Juan Carlos, y que lo cito aquí como referencia del refinamiento francés digno del mejor Montaigne, fue que se encontraba uno con dos o tres mesitas como aquellos antiguos veladores donde te podías sentar a mirar los libros que habías seleccionado para una posible adquisición y, si lo deseabas, acompañar la cata intelectual con otra cata degustativa de unos zumos o de un café con pastas…..Y es que la hermosa y joven librera, tenía detrás del pequeño mostrador que soportaba la caja registradora, tenía, Juan Carlos una pequeña cocina donde te preparaba aquellos dulces mejunjes con los que te regalaba el paladar. Yo, dándome una pequeña licencia en mi espartana dieta, me pedí un zumo de melón con otra fruta que no supe traducir de la carta pero que sabía a gloria y un café con un pastelito mientras hojeaba un pequeño ejemplar de bolsillo de Cartes des mon moulín de Alphonse Daudet. Y mientras degustaba aquellas delicatessen me sentía en ese momento tan orgulloso de ser un vecino de este dulce pais, casi como si fuera francés. En España, y en algunos lugares hemos llegado al Café con Libros, que es un bar donde se intenta leer los libros de que dispone el establecimiento. Pero un local como el que te describo no lo tenemos (aún). Por detalles como este de la librería de Briancón es por donde se deja ver el amor que este pais ha sentido siempre por el arte en general y la literatura en particular. Francamente pienso que personajes de la talla de Montaigne sólo podían darse aquí. El inventor de la palabra Ensayos es para mí el paradigma del trabajo intelectual como puro placer del alma. En fin, no nos pongamos cursis.
Amigo Juan Carlos, como siempre, me ocurre con mis cronicas como ocurre con ese pájaro que pone el huevo en un sitio y canta en otro muy distinto para despistar al depredador de turno. Yo al igual que ese pájaro comienzo mis cronicas en un punto de Europa y la termino en otro bastante más distanciado; ahora, en el instante en que termino el último párrafo me encuentro descansando a la sombra de un castaño aparcado en una barriada residencial de la ciudad de Udine que se encuentra a escasos kilometros de la frontera con Eslovenia y que El Mistral traspasará mañana por la tarde con todo su pabellón desplegado desde el foque hasta la escandalosa. La ruta que atraviesa el norte de Italia pienso recorrerla más detenidamente al regreso pues es, creo, la zona de Italia donde mejor se combina la Naturaleza y sus paisajes con el arte y la sociedad.
Para refrescar algo mi italiano me he comprado esta mañana en una librería de saldos de la Piazza del Mercato Vecchio la Guida Insólita del Friule (misteri, segreti, leggende, curiositá), con el que espero pasar ratos agradables en mi ruta.
Espero que el verano (ferragosto) lo estés llevando bien por esas latitudes.  

Jean Valjean

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