martes, 8 de mayo de 2012

Canción de otoño (1)

El reloj, como una incansable oruga robótica va mordiendo las horas lenta e inexorablemente; segundo a segundo, uno detrás del otro va recorriendo con su diente metalico la esfera brillante y fosforecente. El sol, alto ya a esa hora de la mañana -el bullicio mediterraneo del barrio, con sus voces adormecidas por la lejana multitud de tabiques medianeros entra por los resquicios de la casa como un reptil fundido y babeante- pinta cebras de oro sobre la sábana que se amolda como una segunda piel a la ya seca y decrépita del hombre que yace en la cama; cabellera espesa, áspera, cenicienta, lobuna, desordenada y levantisca como el estropajo reseco; respiración ansiosa e hipocondríaca; las cejas, pobladas y tiesas, hacen la ola sobre los párpados cerrados, se retuercen en su propia agonía como peludas lombrices asustadas al ritmo de las pesadillas con que nuestro hombre adorna sus largas noches que cuando no son de sueños son de insomnios y fantasmas que vienen a visitarlo; ronquidos entrecortados que escalan con no poca dificultad un crescendo angustioso para quedar subitamente cortados y prolongarse interiormente en un rápido temblor que recorre toda la vieja osamenta como si ésta quisiera en cualquier momento desguazarse; nueva postura, ahora con estiramiento de la mano como queriendo apresar el vacío, la nada; crujimiento de las articulaciones artrósicas que las inyecciones de aceite de salmón -catorce mil quinientas pesetas "peuvepe" premio que otorga el Ministerio de Bienestar Social al final del trayecto- no consiguen engrasar lo suficiente; sordas ventosidades y desdentados eructos -con aromas de medicina ya caducada- que la añeja y acartonada carne rezuma por sus orificios naturales, confiada, -la mente y el corazón del viejo- en la plena y total soledad de años y de años de viudez aún no asumida, segunda y última negra orfandad, que lo acecha como un cuervo sucio y quitinoso por todos y cada uno de los rincones de la casa donde dormitan los recuerdos de la esposa fallecida, lúgubre inventario: unas tijeras negras y gastadas como las piedras de Pompeya, una bata deshilachada con aromas de alcanfor que el representante de Cáritas desechó con una leve y tímida sonrisa durante el expolio de la difunta; una receta de cocina, de rústica y torpe grafía, sorprendida su eterna siesta entre las páginas de una guía telefonica que se consulta a destiempo; tarjetas de presentación de los fabricantes de lápidas, tarjetas que aparecen en los lugares más insólitos y se destruyen rápida y disimuladamente; recetas de medicamentos que no llegaron a comprarse por -ya- innecesarios.





Las voces gangosas, americanadas, de un telefilm barato suben con metalicas estridencias de hormigón por el patio de la comunidad desde una de sus muchas viviendas sacando a nuestro hombre de su agitado duermevela. Sus ojos turbios, de pescado seco van reidentificando nuevamente la habitación, y se van cubriendo, poco a poco, a medida que van tomando conciencia de la mullida seguridad hogareña, ya huérfana, de un tenue brillo y la amortiguada viveza que le permiten los años. Primero, antes de nada, una leve ojeada al reloj -¡ya es medio día!- para descender luego hasta los impresos de la "loto" que se amontonan, con las esquinas levantadas, los de una semana sobre los de otra apresados por las patitas oxidadas del reloj, un Cauny suizo que desde el salón de la casa solariega, en el pueblo, presenciara la muerte del presidente Kénnedy. Se fija ahora en una mancha parduzca que ha dejado sobre la madera el resto de jarabe para la tos que anoche se derramara; tiene reconocidas y clasificadas cada una de las manchas y desconchones que como "medallas al merito" ostenta la mesita de noche en su pechera; su esposa, cuando aún vivía, se quejaba del ruido que hacían por las noches las polillas que albergaba, que con una respetuosa liturgia abandonaron la casa cuando bajaron por el ascensor, de pie como un medinacelli, el cadaver de la matrona. Vuelve a los impresos de la "loto" con la pueril ilusión de haberlos repasado mal y correr el riesgo de tirar a la papelera un fabuloso premio; sin levantar la vista de los boletos, como esos niños que a las puertas de los cines y cerca de su taquilla buscan por el suelo una moneda abandonada que les redondee el presupuesto dominical para poder acceder a la pelicula, -¡no hay prisa, hoy repiten el no&do!-; o como el ludópata que se niega a despegarse de la máquina tragaperras esperando que bajen los dioses a corregirle la mala suerte de esa mañana; o como.....





El abandono del lecho irá prologado por toda una coreografía de torcedura de columna, amagos y falsos intentos -con victorias y fracasos alternados- de incorporación; búsqueda del ángulo perfecto para la mejor -o al menos la menos mala- articulación de la pierna escorada por la artrosis que avisa con un cascabeleo de nuececitas jóvenes de la inflexión equivocada, reflejándose con un gesto de dolor la aparición de una nueva grieta no registrada aún en el atlas de los huesos, gesto de dolor que deja entrever las encías desnudas, rosadas y brillantes de la dentadura postiza de "peuvecé"; retirada estrategica para transcurridos unos segundos volver a comenzar todo de nuevo intentando poner de acuerdo a todas las articulaciones que lo llevaran a la vertical humana, con el oido acechando la aparición del nuevo y desconocido y temido crotaleo delator implacable de grietas y de fisuras. Al fin, como cada mañana, después de varios intentos fallidos, conseguirá la perfecta sincronización que le permitirá sentarse al borde mismo del lecho y dará comienzo -mantra cotidiano que le ayudará a trascender la enfermedad- a su monográf ica retahila sobre "lo último" y "lo más moderno" descubierto para alivio de los artrósicos indigenas, recitación de las últimas novedades recogidas en el vademecum oficial de la farmacia del barrio, recitación que como una mágica píldora, en fin, le creará las siete u ocho horas de ilusión con que poder bajarse al mundo y afrontar con un optimismo razonable el nuevo y mismo -repetido- monótono día. <>, como si en él, y a su edad no fuera todo ya definitivo. Y se palpa la rodilla enferma, y con el vaciado, con el negativo de la sensación aún fresca en su mano la pasará hasta la otra, hasta la buena comparando entrantes y salientes, estiramientos y arrugas. <> Claro que todo ello, con cargo a la Oficina Estatal de Bienestar Social, le había dicho en la última tertulia familiar, la del duelo, la suegra de uno de sus hijos, mujer que mal se aviene con un marido de sonrisa escorbutica en un pueblecito blanco al borde del Mediterráneo y que -piensa él con envidia- fue seleccionada por el E.V.I. (Equipo de Valoración de Incapacidades) para esta milagrosa remodelación de huesos -honra y prez de la medicina europea más avanzada- en una importante Residencia de la Seguridad Social, con paseillo incluido, después del quirúrgico apaño, entre filas de batas blancas coronadas, todas, de ojillos, como de insectos, engafados que la observaban satisfechos, como si ella fuera una rara avis del progreso cientifico. 
Con el pelo encrespado en la nuca y mostrando una desnudez nivea de pintura tenebrista camina nuestro hombre hacia el retrete; un vaho de gases rancios le bulle por la entrepierna. El espejo de la cómoda, con la cruel sinceridad de un cuchillo torna a rasgar el velo de su ilusión, y como cada mañana, vuelve a escupirle en el rostro la imagen fea y solitaria de su decrépita senectud, grisacea y anodina. Una vez en el baño, la dentadura postiza, blanquirrosada, con apariencia de chicle masticado, sumergida en agua turbia con restos de la cena le envía desde su turbia carcel una sonrisa de piraña inacabada.
Después de cumplir con el rito de su obligado metamorfoseo facial abandona el estrecho cubículo ahogando con el cierre de la puerta el lento gorgoteo tartamudo de al cisterna.
Cuando vendrá el fontanero -piensa- hace ya tanto tiempo que lo avisamos.

Jean Valjean

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