sábado, 24 de marzo de 2012

Semana Santa en Hadú

Jean Valjean (Estudio para un autorretrato)


Todos los años, por estas fechas, me acuerdo con mucha nostalgia de los días de Semana Santa durante los años de mi infancia y adolescencia transcurridos en Ceuta, y, particularmente en la barriada de Hadú. La primera señal de que ese feliz tiempo de vacaciones para los ariscos escolares de don Antonio había llegado era el mensaje que durante el dictado (la primera tarea de la tarde) nos transmitía a toda la cofradía de las últimas mesas del aula, uno de los Marines (los hermanos Marín de padre taxista en el cruce de El Parisiana con la calle de Correos) mientras con la plumilla martirizaba a una mosca que había cazado cuando comenzaba el dictado (Platero es pequeñoooooo....-¡zas y mosca al puño!). Su voz (uno de los Marines, no recuerdo bien, pronunciaba mal las “erres” y cuando algo no salía según sus planes decía ¡¡miedda!! ¡¡miedda!!) su voz, digo, era apenas un susurro que se deslizaba por la geografia tatuada de la mesa como una sabandijilla adolescente:

-¡Ya están repartiendo las túnicas!

Y un murmullo de abejorro en celo ascendía al techo encalado de la vieja escuela como el vaho caliente de una hecatombe clásica.

-¡A ver esa mesaaaaaa!.Que voy a sacar el quitamanías

La voz era la de don Antonio y el quitamanías era la férula oficial y oficiosa con la que don Antonio nos amasaba las nalgas y tocaba el xilofono en nuestros nudillos.

-Pero si aún faltan dos días para las vacaciones.

-....¡Ssssamesaaaa!

-El Marín insistía:

-Vosotros podeis hacer lo que querais pero yo ya he quedado con Barranco, el de Terrones y esta tarde vamos a la Iglesia.

Mi madre, que como todas las de aquella época (al menos las que pertenecían a las clases sociales llamadas ahora medias bajas) dominaban el arte de Corte y Confeccion me había hecho la mía “a medida” en la vieja máquina de coser Singer cuya tapadera utilizaba yo como pupitre de dibujo cuando guardaba cama por cualquier nimiedad que tuviera reflejo modesto en el termometro de casa, que, en una familia numerosa era en aquellos idus de farmacopea pobre y municipal como el tío bueno (véase Jose Luis Lopez Vazquez) de aquella cinematografica familia encabezada por Alberto Closas, osea que estaba en todas las salsas. Cuando ese termometro me mandaba a la cama era esa tapadera de la Singer y la cajita de lapices de colores Alpino lo primero que embaulaba entre la manta y el colchon de bórras.

....Pues en esa Singer me hizo mi madre la túnica blanca de la Virgen con la que yo cumplia un voto hecho por ella cuando en la infancia tardé más de lo debido en echarme a andar y estuvo dos o tres semanasantas llevándome en brazos detrás de la piadosa imagen recogiendo los amables comentarios de don Lamberto un orate pacifico y bien vestido que desfilaba (literalmente, vamos al paso de oca) entre aquella rebañita de velos negros y cirios llorosos. Cuando sea más grandecito saldré en el paso del Señor y la tunica negra (también de confeccion singeriana) terminará como luto de mamá a la muerte del abuelo José.

Pero sigo en la escuela:

Esa tarde, con la tinta aún fresca de la firma de don Antonio en mi “copia” diaria salía de estampida para el estanco “de Rodriguez” a comprar la cartulina para hacer el cucurucho, y me pasaba hasta la hora de la cena peleandome con aquel pirulí hasta que después de muchos ensayos conseguía adaptarlo al diametro de mi cabeza. A escondidas de mamá sacaba del armario enterrado en una arqueologia domestica de alcanfores y “Polill” el cucurucho de tela con el que me dedicaba a asustar a mi hermana que como un perro más aún gateaba por las capas más terrenas de la atmosfera hogareña.

Y el día de la Procesión, a las cinco de la tarde, con la nobleza y gallardía de un matador de toros saliendo del Hotel Plaza de Madrid pero andando por las viejas aceras gastadas de la entrañable barriada natal subía yo con mi caperuza entre mis brazos y más cursi que un principe de “tebeo” camino de la iglesia de San José, antiguo cine que, allá por los comienzos del siglo, acunó la infancia de mi madre con las peliculas mudas de "basterquiton" y "jarollloid".

En la parte trasera de la Iglesia se acumulaba ya el pedacito de Regulares nº 3 que el Gobernador Militar asignaba cada año para acompañar a nuestros santos, y don Lamberto, como un general retirado pasandole revista a los soldados que sentados en corro alrededor de una enorme cacerola comian tortilla fria y bebian vino caliente riendo inocentemente las poses versallescas del viejo loco, con los tambores y trompetas terciados en bandolera. Eran todos jovenes quintos traidos desde la peninsula; en sus manos se delataba el podador de viñas de Tomelloso, o el agil jinete de la Rapa das Bestas en Galicia, o el fino pescador de las costas levantinas tan bien retratado, este último, en los lienzos de Sorolla...

El sacristan había repartido ya los cirios gordos entre los nazarenos y éstos, probando como tiraban sus mechas habían impregnado el ambiente de un olor entre Corpus y excursion a Garcia Aldave.

A mí, que desde muy pequeño había saboreado el placer de esconderme en los rincones de la casa me causaba un placer indescriptible ir pasando revista a todos mis paisanos que se asomaban a la acera para ver de pasar el paso; escondido detrás de mi caperuza tenía ocasión de estudiar de cerca aquellos rostros cotidianos que los días corrientes pasaban junto a mí en la más absoluta indiferencia y para los cuales era yo entonces una atracción fatal fascinados por aquellos ojos anonimos que lo miraban desde el fondo de la caperuza.

En el descanso de la Plaza de África mamá me pasaba el bocadillo con el que yo venía ya soñando desde la Puerta del Campo y que consistía en un pan bombón de Ufapance (aquellos que venían envueltos en papel de seda) con salchichón de Casa Herminia.

Hasta que no cumplí los catorce años no me dejaron regresar solo a casa después de procesionar, cosa que me hacía la mar de ilusión y hasta entonces el regreso de la batalla era en el viejo Ford de papá con asientos de pana, embadurnado de pirulí de fresa impregnado por el pipí con que mi hermanita generosamente me había regado como muestra sin duda de agradecimiento por llevarla yo sobre mi regazo en la parte trasera. Yo, a pesar de ser el más pequeño de los vástagos de mi padre llegué a presenciar (mi hermana no) siendo muy pequeño algunas manifestaciones de los tics sociales de la posguerra que mi padre compartía con el resto de los caballas; me refiero a la costumbre de ponerse en posición “de firmes” (siendo civil) delante del Cristo del Puente y tararear las coplas de Pepe Blanco; mi padre sentía debilidad por aquella de....



¡Co – cidito madrileñooooo

rrrrrre – picando en la buhardilla,

que me huele a yerbabuena

y a – verbena en las Vistillas....!!!



Hace poco visité el Museo que este cupletista tiene en su ciudad natal, Logroño y me puse tierno cuando oí este tanguillo traspasado de chotis que tantas veces oyera de labios de mi padre. Sin duda que la popularidad de esta copla se coció (¡nunca mejor dicho!) en los años de la hambruna, y mi padre la tarareaba cuando ibamos camino de casa para “sentarnos a manteles” y gozar de las delicadezas potajeras que mi madre cocinaba con maestría. En Semana Santa nos hacía unos garbanzos con bacalao (mi padre lo compraba en la tienda de Marcelino, la que se encontraba en el centro de la ciudad) que necesariamente habíamos de compartir con la vecina Pepa, la del Guardamuelles que cuando llegaban los olores de su coccion hasta las cortinas de su casa, acudía con una marmita para solicitar su parte de manduca. A mi madre este gesto de Pepa la cubría de orgullo y le servía dos raciones bien colmadas que la vecina comenzaba ya a comerse con los ojos. Descansen en paz las dos....o los tres.....también mi padre.

Se pasaba la Semana Santa y volvíamos a la rutina escolar para terror de las moscas que uno de los Marines asaeteaba con su plumilla de escribir dictados. Hasta el año proximo! en que ese mismo Marín mosquicida diera el aviso del reparto de las túnicas durante uno de aquellos dictados en la Escuela de don Antonio.(*)


(*) Hace algunas semanas, en una de mis regulares visitas a la bella ciudad de Córdoba para retirar unos libros de su Biblioteca Pública Provincial tuve oportunidad de visitar por primera vez la tumba de este Maestro de Escuela que sin él pretenderlo me abrió al mundo de la poesia y de la escritura con aquellos dictados de Platero y yo. Fue con este libro con el que recibí los primeros impactos que producen en el alma la saeta de una metafora. Cuando comencé el bachillerato me compré un ejemplar de bolsillo de la Editorial Losada de Argentina en la Librería Cortés de la calle Real. Descanse en paz don Antonio.

Jean Valjean.

2 comentarios:

  1. Llevábamos tiempo sin saber nada de ti, amigo Alberto.
    Como siempre, ha sido un placer leerte. Esta vez me has traído un montón de recuerdos dulces de aquellas semanas santas de nuestra infancia.
    No nos tengas mucho tiempo sin tus buenos relatos.
    Un fuerte abrazo.
    Carlos.

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  2. Amigo Caberna. Es cierto que tengo algo abandonado este blog mío. Soy inconstante. Como verás por el encabezamiento de este articulo estoy manchando lienzos con óleo; ha sido una vuelta a una de mis aficiones de juventud, la pintura, que es otra de mis pasiones.
    Gracias por tu comentario.

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