martes, 14 de diciembre de 2010

Luíso ( I )


Cada vez que nacía o moría un miembro de la familia, Luíso, casi automáticamente era expulsado de la casa de sus padres y llevado, en un caso hasta la casona de El Parisiana, a pasar unos días (esa era la excusa) con la abuela Encarna, y en otros a cualquier domicilio emparentado o no con la casa solariega; por ejemplo, cuando su hermano Pepe, dos años mayor que él, se puso malo de la poliomielitis lo llevaron, primero a casa de Curro el guardamuelles que vivía en la acera de enfrente y cuando la gravedad del enfermo concentró delante de la casa a los vecinos del barrio lo trasladaron a él, en un taxi a casa de su madrina, la madre de su amigo Josemari, y no lo dejaron regresar hasta pasados siete u ocho días desde el entierro del niño. Ahora, con motivo del nacimiento de su hermana pequeña, Rafael, el chofer de la familia y empleado en la tienda que regentaba el padre en la Plaza Vieja, lo había traido a bordo del Ford a casa de la abuela Encarna, permitiendo Rafael, una vez pasado el Guardia Urbano apostado en el Cruce de El Morro, que Luíso gobernara el volante, el gran volante de madera barnizada tan característico de aquellos vehículos de casi principios de siglo, verdaderas reliquias que con su aspecto venerable le daba a sus tripulantes un aire de rancia nobleza; era cuadrado, muy alto, pintado de verde y con los asientos mullidos de pana, como los del cine Apolo. Había que arrancarlo con manivela; sus días como vehículo de paseo terminaron en un estrepitoso accidente que sufrió por unas barranqueras de los montes de García Aldave. Estuvo dos meses metido en un talle de mecánica y salió de allí reciclado como furgoneta de reparto. Lo compró un lechero.
Luíso, cuando se encontraba en casa de la abuela Encarna, después de investigar superficialmente por las numerosas habitaciones de la casa (aprovechando para ello las siestas de la abuela) hurgaba también en el cajón de las herramientas del abuelo José y por los cajones de su mesita de noche de donde siempre sacaba alguna chuchería que indefectiblemente apestaba a yodo y cuya posesión negociaba pacientemente con la abuela:
- Abuela...¿puedo quedarme con ésto?
- ¿Y qué es? -
La voz de la abuela llegaba hasta el cuarto en el que se encontraba Luíso con un cierto aire de ferroviario pues como telón de fondo sonoro la acompañaba el ¡Pushshshshsh! que exhalaba la ropa cuando la abuela apretaba contra ella la plancha de hierro recien tomada del fogón.
-Una cachimba del abuelo....¡Ya está vieja!
Luíso, en estos tomadacas casi fenicios que mantenía con la abuela, raras veces salía perdedor.
El nacimiento de la hermana pequeña de Luíso había coincidido en el tiempo con la llegada al pequeño muelle de los pescadores del cadaver de un músico que se había ahogado en las aguas que quedaban al otro lado de la frontera, en tierras ya coránicas. Se trataba de un músico de La Legión que los fines de semana, y en compañía de otros músicos se sacaba un sobresueldo tocando en las salas de fiesta de un complejo turístico llamado “Kabila”. El día que ocurrió lo del músico hacía una tarde de verano sureño, una tarde de primeros de julio (su hermana nació por San Fermín) una de esas tardes allineras en las que todo el mundo se echa a dormir la siesta y solo se oye en las calles las voces de los niños, los pregones del pastelero Mahdani que regresa del horno con su cesta humeante y olorosa a la que las moscas le habían puesto sitio, o el canto de alguna chicharra de lenta agonía. En las terrazas de la playa, los camareros recogían los restos de la mesa y miraban con envidia a los bañistas que se demoraban en el agua.
Luíso, con un martillo del abuelo entre las manos y sentado en los escalones del portal le daba forma a una pequeña barca construída con un bote de leche condensada; por más empeño que ponía no conseguía levantarle los conveses de proa y darle el aire tan marinero que veía en las de los demás niños; y éste era precisamente el atractivo que para Luíso tenía la casa de la abuela: que se encontraba en pleno barrio de los pescadores; los hijos de éstos construían con una habilidad y paciencia orientales los mejores barcos de latón que luego luchaban contra los más fieros temporales entre las manos de los nadadores de la playa de Piedra Gorda. Ese verano, el del nacimiento de su hermana, y con la ayuda de Cisco, el niño que vivía debajo de la casa de la abuela, hijastro de un calero, había construido una barca que casi le satisfacía pero a la que intentaba (ya se ha dicho) darle algo más de vuelo en los alerones de proa. Luego, y si conseguía un permiso especial de la abuela para trasladarse a la otra punta del barrio irá a recoger alquitrán al Tintero para galafatear bien todo el casco de “la Isabela” como había bautizado a la diminuta navecilla incluso antes de haberla construído; el nombre era un descarado plagio de Salgari o de Verne.
-¡El músico! ¡Ha aparecido el músico!
Luíso se asomó al balcón y vio a Cisco veloz como un joven Mercurio y gritando por toda la calle en dirección a la playa.
-¡El músico! ¡Ha aparecido el músico!
Luíso se acordó entonces de las conversaciones oidas en casa de sus padres a raiz de este accidente que tan popular se hizo entre sus habitantes los que, como en estos casos, magnificaron elevándolo a la categoría del mito: por los corrillos del Mercado de Abastos se hablaba de alcohol, de mujeres y, como si de un castigo divino se tratara, de la crecida del río y del fatal derrumbamiento del puente que se los llevó a todos mar adentro. Y la realidad era, como siempre, mucho más prosaica y mucho menos épica pues se trataba solamente de unos padres de familia, suboficiales del ejercito, pluriempleados de la Música que regresaban a casa completamente sobrios, después de haber concluido su jornada laboral con unos pocos billetes que ayudaran a equilibrar la economía familiar hasta el siguiente fin de semana cuando la fatalidad quiso que la rotura del firme del puente por el que necesariamente tenían que pasar fuese camuflada por un inmenso charco de agua que se confundía con el nivel de las aguas crecidas del río y por cuyo agujero fue absorbido el vehiculo con todos sus ocupantes.
Luíso, despacito y andando de puntillas entró en el dormitorio conventual de la abuela Encarna que entre olores de alcanfor y del tomillo que prendía en la pila de la cabecera dormía con la boca completamente abierta.
-Abuela, abuela....-le susurró al oido izado a medias en lo alto de la cama.
La abuela, todavía dormida, murmuró algo parecido a una interrogación
-Abuela, ¿me dejas bajar a la playa?
La abuela se despertó, y sin moverse dejó de caer su mano sobre la cabeza de su nieto predilecto.
-No mi rey. Ya sabes que tu madre no quiere. ¿Te lleno la bañera?
Ese “tellenolabañera” era la moneda con la que la abuela Encarna, en estos casos compraba el buen conformar de Luíso. Y la verdad era que en estos casos a Luíso no le costaba ni tanto así ceder a la sugerencia de la abuela pues la casona de El Parisiana, como se la conocía en el argot familiar, disponía de una bañera como ya no se hacían; era de aquellas que descansaban sobre cuatro patas de león (o de algún felino parecido), casco de porcelana que el Tiempo había pintado de miel aguada en algunas curvas en la que Luíso ensayaba sus interminables naumaquias con sus pequeñas embarcaciones de hojalata. Allí, en el enorme y destartalado cuarto de baño que parecía sacado de unos balnearios decimononicos, allí podía estar todo el tiempo que quisiera, y mientras no regresara el abuelo, hasta podía derramar agua fuera de la bañera que eran la consecuencia logica de los terribles naufragios y combates navales que la imaginación de Luíso escribia sobre aquellas tranquilas y domesticas aguas cloradas a las que para darles mayor realismo no dudaba en azotarlas con las manos como un joven neptuno enfurecido. A veces, el agua llegaba a asomarse por las primeras baldosas del salón y en ese momento intervenía, como el orador de una conferencia de paz de aquella terrible batalla de lepanto que el nieto representaba en el baño:
-Luíso, viene tu abuelo. Anda, vacia la bañera y recoge ese agua.
Todas estas cosas las podía hacer Luíso en aquel refugio de libertad que para sus juegos representaba la casa de la abuela. Como en un nuevo paraiso bíblico solo una limitación le había puesto la familia, por mediación del consulado que la abuela ejercia sobre el niño, y era la prohibición más absoluta de traspasar en sus correrías por el barrio los terrenos y las calles que quedaban al otro lado de la Fábrica de la Luz que era como se conocía a un pequeño y modesto transformador que regulaba la tensión electrica que abastecía aquella parte de la ciudad; la Fábrica de la Luz (desconocemos la oportunidad de las mayúsculas) venía a ser para Luíso, la piedra miliar, el mojón geográfico, la piedra hita que marcaba, en fin, el limite de los terrenos por los que Luíso podía pastar sus correrías infantiles; ésta, y la Iglesia de San José hacia el interior marcaban la reserva, el territorio por donde el niño podía deambular sin miedo a transgredir las ordenanzas familiares....¡Vamos! la Fábrica de la Luz, se diría Luíso ya de mayor cuando comenzaba a ensayar sus primeras metáforas: <>
La voz de Cisco se dejaba oir por la parte de la Iglesia, adonde sin duda habría acudido para recoger a sus compinches más fieles, aquellos que a esa hora, como todas las tardes de vacaciones ayudaban al párroco a ordenar y fichar los libros de la pequeña biblioteca en la que Luíso comenzará a leer sus primeros libros de Emilio Salgari.
-¡El músico.....!¡El músico ahogado! ¡Ha llegado el músico!
Y tal como lo pregonaba Cisco parecía como si el músico hubiese llegado al pueblo por sus propias piernas; eso si, ahogado pero con una autonomía ambulatoria total; andando por la carretera que venía de la frontera y con tan sólo una ligera tos algo salina en sus pulmones. La realidad, por desgracia, era bien distinta.
Luíso, asomado a la ventana del salón vio pasar bajo sus pies a toda una cohorte de chiquillos coránicos y cristianos que corrían en dirección al mar; éste, al fondo, refulgía como una lámina de plata incrustada entre la Fábrica de la Luz -¡siempre...la Fábrica de la Luz!- y la cochera de los autobuses municipales. Luíso volvió la cabeza hacia el dormitorio; la abuela, después de haber pronunciado su terrible decreto prohibitorio había caido nuevamente en un profundo sueño, fruto de la amplia batería de pastillas que tomaba para luchar contra la diabetes. Luíso se llegó hasta la cómoda y posó su mirada en sus fetiches particulares: la colección de fotos de los antepasados más cercanos de la familia medio quemados ya por el mar de mariposas que la abuela tenía encendidas delante de ellas todo el año. Luíso, como pidiendo permiso a aquellas ramas de su árbol genealógico, se persignó ante aquellas imágenes tostadas y con el salvoconducto espiritual en su conciencia salió de la casa bajando los escalones de dos en dos; una vez en la calle echó a correr detras de la pandilla de los hijos de los pescadores.
-¡¡¡Esperad!!! ¡¡Eh!! ¡¡¡Esperadme...!!!
Cuando Luíso llegó a la playa los allineros que vivían, al borde del mar, en las barracas de los pescadores se hallaban subidos todos sobre los tejados de chapa de sus míseras viviendas; cubriéndose del intenso sol con las manos fijaban todos la vista en la superficie del mar.
-¡Va a entrar por el varadero! –decía alguno.
Y Luíso, siguiendo siempre a los niños de los pescadores fue saltando de barca en barca hasta encontrarse en las aguas próximas al muelle por donde había de entrar el terrible mensajero de la Muerte.
Haciendo él también visera con las manos, Luiso rastreaba las aguas próximas. Era un día de Levante. La mar estaba sumida en esa calma chicha que le da una apariencia viscosa, como de aceite. Toda la bahía que quedaba comprendida entre Cabo Negrón y Sierra Bullones semejaba una inmensa lamina de vidrio negro sembrada de un enorme campo de estrellas que refulgían encendiendose y apagandose en distintos puntos donde el sol se reflejaba; a veces parecía como si ese inmenso lienzo de vidrio se resquebrajara en algún punto por el que vomitaba una melena blanca de espuma teñida de azul en sus lomos. En el muelle ya estaban aparcados la ambulancia de la Cruz Roja y el “lanrover” de la Guardia Civil.
-¡¡Algo flota sobre el agua!! Allí...allí......-gritó una voz anónima
-¡¡Ahí está...!!!¡¡¡Ahí está....!!! –comenzaron a gritar, a continuación, desde las techumbres de las barracas.
Dos enfermeros seguidos por el Secretario del Juzgado y por un guardia civil serio y con mosquetón al hombro (todos ellos embutidos en salvavidas color calabaza) descendieron hasta una barca atada al muelle. A una señal del Secretario, el pescador que esperaba sentado en la bancada del bote alzó los remos y, de una bogada fuerte, separó la barca del Varadero dirigiéndose hacia un pequeño bulto que asomaba unos doscientos metros mar adentro. A Luíso, le parecía un saco de harina hinchado como aquellos que se pudrían por la humedad en la trastienda de Ultramarinos Noguera. El guardia civil, ante los titubeos que mostraban los jóvenes enfermeros, cazó el siniestro paquete con un bichero y haciéndole una señal al remero, éste impulsó la barca hacia el cercano embarcadero. Luíso, a empujones y gracias a su extrema delgadez se deslizó sin necesidad de empujar a nadie, hasta las proximidades de la ambulancia; el muerto, sin cubrir, venía sobre una camilla y dificil resultaba distinguirlo de un gran pez; parecía que hubiese muerto apresado en una fantastica red confeccionada con algas, pues iba casi enterrado en un amasijo de esta planta submarina. Olía a mar, es la frase que repetíría Luiso en el Instituto cuando le contara a sus compañeros de clase aquella aventura veraniega. Y es que Luíso quedaría para siempre prisionero de aquellas fuertes sensaciones visuales...y olfativas. El desgraciado músico era una triste masa sanguinolenta donde ya no había ni ojos, ni labios, ni nariz, y entre cuyas guedejas de carne podrida asomaban los primeros huesos de la calavera; los dedos, como si el muerto se hubiese entretenido en comerselos mostraban los mordiscos de los peces y donde el hueso había resistido las fieras dentelladas asomaban unas astillitas blancas; la boca, completamente desencajada era una oquedad oscura por donde asomaban unas hilachas oscuras que eran restos de redes que algún gran pez abandonara sobre el cadaver como si de un siniestro trueque se tratase al cambiar la red por la propia carne....Luiso sacó fuerzas de si mismo para fijarse en la cara del músico, y le pareció como que el cadaver se reía de su propio fatal destino. Después de esta fortísima experiencia, Luíso buscará la foto de este músico, y, como si de una catarsis se tratara le servirá para borrar de su mente el horrible espectáculo que presenciara en el Varadero aquella tarde de estío. Poco a poco, acudiendo de vez en cuando a esta foto recortada del periódico local en la que se veía al joven músico formando parte de un conjunto musical en el pueblo y que él guardó durante años entre las páginas de uno de sus libros de texto, gracias a eso pudo conjurar aquella horrible visión que tantas pesadillas le produjera.

Jean Valjean *

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