jueves, 23 de septiembre de 2010

Los Diarios de Jean Valjean (Al sur del padre-1)

Tenía pensado comenzar a escribir este libro después de tu fallecimiento, cuando hubieran pasado por encima de tus cenizas y de mis canas al menos diez o doce años pero...¿qué puedo hacer? te estás haciendo tan longevo y estás mostrando tal resistencia a la muerte que cada día que pasa me veo a mí mismo más cerca de mi propia tumba que a tí de la tuya. Debo recordarte que ya te has llevado por delante (discúlpame este pellizquito de humor negro) a dos hijos, sin contar a tu esposa. Y por si esto no fuera suficiente para argumentar mis temores, hay que decir que ya has intentado suicidarte una vez lo cual, en tu caso al menos, te vacuna férreamente contra sucesivos intentos. También he tenido en cuenta esa regla de oro del escritor que dice que la distancia tanto temporal como espacial crea la objetividad en el relato, que es algo que yo, por otra parte, no tengo demasiado claro. Pero, de todas formas, por eso no has de sufrir, en mi caso se cumple de manera harto satisfactoria pues, por lo pronto, casi dos mil kilómetros de Atlántico nos separan, y, por ahora, no hay peligro de que una aproximación física entre nosotros tenga lugar, pues a tí te tiene ya practicamente atado a un sillón esa artrosis que vienes arrastrando hace años y que no has tenido el menor pudor en dejármela como herencia, y a mí, como muy bien sabes, me da pánico subirme en un avión. De todas formas no descarto la posibilidad de que mientras escribo este relato la noticia de tu fallecimiento venga a revolucionar toda mi geografía sentimental y ello me obligue a romper todas estas páginas que llevo ya escritas y comenzar una nueva carta...O no.
Es curioso, tú que eres el receptor virtual de esta epístola vas a ser el único que no la va a leer. Y voy más lejos en mis elucubraciones sobre el porvenir de este libro: es posible que cuando se publique, ya estemos los dos muertos ¿Sabes una cosa?, a este tipo de cartas, en el prólogo de Carta al padre de Kafka las llaman Cartas Muertas. Esta triste metáfora me trae a la mente todo ese cafarnaúm apestoso de tópicos romanticoides: el otoño, los jardines solitarios, un triste adagio de Mahler...¡Cartas muertas! O sea, que esta carta que te envío a tí, ya ha comenzado a morir desde la primera palabra; viene a ser como si ayudando en un parto tuviera entre mis manos, el cadaver diminuto y sanguinolento de un recien nacido. En mi caso prefiero que sea así, una carta muerta en la que te tenga ante mí, para poder hablarte, pero, eso si, solo como un receptor virtual, sabiendo que no has de leerla nunca, si, si, lo has oido perfectamente, nunca; porque si tuviera la más ligera sospecha de que pudiera suceder lo contrario, puedes estar seguro de que no la escribiría, no porque no me atreviera, soy bastante cobarde, pero no se necesita mucho valor para escribir, y aún te diría más: solo escribimos los que hemos huido previamente de la vida y queremos volver a ponerla en un orden que nos agrade un poco más o que nos produzca menos daño. Pues dicho esto te diré que no te la daría a leer simplemente porque no la entenderías, y te haría un daño gratuito, del que yo no sacaría nada. Puedes creerme, no es esa mi intención, no escribo estas páginas para lanzártelas al cuello como hojas de afeitar, ni me estoy erigiendo en juez de tus actos; en mi caso, además, no estaría justificado. Cruzarte el rostro con una carta como ésta, pero viva, palpitante, sería como echarte gasolina o cualquier líquido corrosivo en una herida: te escocería pero no te curaría, mejor dicho, no nos curaría, o, siendo menos presuntuoso por mi parte, es posible que la tirases a la papelera nada más comenzar a leerla y te lavases la conciencia con uno de aquellos calificativos que con tanta habilidad sabías dispararme cuando compartíamos la casa de mamá, si, si, digo bien, la casa de mamá porque, de tu comportamiento huidizo y espantado lo que menos se podía deducir era que tuvieras algún tipo de propiedad, siquiera fuese afectiva, sobre aquella geometría de ladrillos y cemento que los más optimistas llaman, por la fuerza de la costumbre, por pura inercia, hogar. La cruda y dura verdad es que contigo no he tenido la oportunidad de compartir ni casa ni nada, aunque fisicamente pastáramos los dos en el mismo pago; ¿para qué nos vamos a engañar? ¿no te parece? Ahora que lo miro desde la distancia de treinta y tantos años, analizo tu grado de integración en la familia y descubro que tú en ella venías a ser como "ese señor de gris" del que habla Gila en sus Memorias que -nos dice el genial humorista con un fondo de tristeza- vivía en el pasillo de su casa. ¿Dónde vivías tú en nuestra casa?, creo que ni siquiera llegaste al pasillo. ¿Dónde? Pobre padre, nunca te sentiste miembro de tu propia familia, parece como si algo dentro de tí, esa sabiduría interior que tenemos todos te dijera que el lugar que tú querías ocupar no te correspondía, que tú tenías papeleta de padre y querías ocupar un asiento de hijo. Algo dentro de tí ya te avisaba de todo esto, por eso creo que parabas poco en casa. Tú no tenías una familia, tú sufrias una familia. Todos, y algunos desde muy jóvenes, nos vamos haciendo en el hogar ese pequeño rincón aislado de los demás donde nos distraemos volviendo a contemplar las escenas de nuestra vida cotidiana; es el rincón donde sin que nos vean los demás, hasta nos reimos de nosotros mismos...o nos lloramos. Tú carecías de ese rincón, bien es verdad que también carecía de él tu hijo Guillermo, pero a diferencia de tí, él no lo necesitaba, pues lo tenía fuera de casa; siendo casi adolescente ya tenía su novia “formal”, ya no necesitaba pelearse contigo por la posesión de mamá, ya tenía junto a sí una joven hermosa e inteligente que acariciará tiernamente su frente y que con el tiempo se convertirá, haciendo alarde de una sabiduría precoz, en la sustituta de esa madre. ¿De dónde crees, padre, que le ha venido a tu hijo, el haber sido el único vastago de tu familia que ha sabido ejercer su papel de padre y educador con un éxito bastante notable ¿De dónde crees que le ha venido tan benéfica influencia? ¿De tí..? ¡Vamos, padre! No seas vanidoso. Tu hijo Guillermo ha sido, y es, y será hasta que se muera, un hombre tan enmadrado como el resto de sus hermanos; él, al igual que nosotros, no podía escapar de la influencia de una madre que segregaba tal densidad amorosa, una matrona que se pasó la vida rellenando los huecos que a tí te correspondían y que te negabas a cubrir; a ella le tocó hacer de madre y de padre: demasiado bien salió todo. Así y todo, Guillermo no iba a ser menos ...ni más, no iba a quedar libre de esa nefasta carencia de un referente masculino en su educación; estaba, al igual que nosotros, condenado al fracaso más estrepitoso, pero lo salvó esa adolescente que se unió a él cuando apenas contaba quince años y que de una forma instintiva supo decodificar el lenguaje secreto de aquella peculiar familia de neuróticos; casi sin ella misma ser consciente, bebía con fruición a lo largo de años, las lecciones y los ejemplos de aquella suegra que la recibió en el seno de la familia como si de una hija más se tratara. Si padre, si, tu joven nuera, en el más absoluto silencio se preparaba para, años más tarde, con una paciencia asiatica reeducar a tu hijo y construir junto con él, una familia estable en la que los hijos no perdieron nunca el norte en el camino de su educación, y a las pruebas me remito.
Pero estaba hablando de tus relaciones (o más bien habría que decir: de la carencia más absoluta de cualquier tipo de relación, ¿no?) con la familia, y te iba a decir que tu rincón era la tienda, donde te refugiabas de la familia hasta los domingos, y dentro de la tienda, tu útero materno venía representado por aquel sillón agrietado y quejumbroso donde hilvanabas tu modorra las larguísimas tardes de verano. Más de la mitad de esa vida que he conocido de tí, la has pasado echado en ese sillón, lamiéndote las heridas y compadeciéndote de tí mismo. Pero...¿qué te estoy diciendo? si ni tan siquiera utilizabas el retrete de casa; tú “te lo hacías” en el de la tienda. Nunca he podido comprender como podías agacharte y aproximar las partes más íntimas y vulnerables de tu humanidad, a aquella oquedad negra y pestilente; aquel retrete infecto que tenías al fondo de la tienda, en aquel patinillo impregnado de olor a cañería, con la puerta comida por las ratas...Pues así y todo te ibas de casa, por la mañana, tan temprano, que, ya te digo, no utilizabas el servicio de la casa.....¿Tan intensos e irreprimibles eran tus deseos de perder de vista a la familia? ¿Qué te ocurría...? Eso es lo que trato de descubrir en este monólogo contigo que intento desarrollar a lo largo de estas páginas.

Recibe un fuerte abrazo de tu hijo...

 Jean Valjean.

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