jueves, 7 de enero de 2010

Los Diarios ( Verano del 56 )

Me encuentro paseando con Conchi por las calles de Ronda, ciudad a la que hemos venido, desde nuestro lugar de residencia habitual, a bordo de El Mistral, un simpático vehículo autocaravana que desde hace dos años viene paseando nuestra dorada jubilación por las carreteras y autopistas de Europa. Aquí, en Ronda, disfrutamos hoy de un soleado día de otoño y la temperatura ambiental se ha estabilizado en una zona del termómetro que los naturales de este país estaríamos pronto de acuerdo en calificar como "fresco" o "de rebequita".
En la calle de la Bola, que ya es peatonal, nos entregamos los dos a la pereza y a la molicie más absolutas: ella, Conchi, buscando nuevas sensaciones táctiles y visuales en las tiendas de artesanía y de tapices y yo ramoneando por los escaparates de las dos o tres librerías que me voy encontrando por el camino; y es que...ya se sabe, la cabra tira al monte, siempre al monte. En la plaza del Ayuntamiento, los turistas se asoman al famoso tajo y comentan con frases quemadas por el uso las características de este accidente geológico. Josep Pla, el gran escritor ampurdanés del que me declaro un ferviente admirador, decía que ante los fenomenos de la Naturaleza de cierta entidad, ante las manifestaciones de nuestro entorno que se salen de la grisalla diaria y municipal, ante eso, el ser humano, acostumbrado a esa mediocridad cotidiana, le resulta dificil encontrar el adjetivo adecuado, el nivel de estupefacción correcto y equilibrado, y sus comentarios, indefectiblemente, se mueven, todos, entre el lugar común y los tópicos más remanidos, entre la frase hecha y la socorrida muletilla, atajos expresivos que (no le oculto a ustedes) empobrecen el lenguaje. Y con la expresión corporal sucede otro tanto: se sirven de una gesticulación tan inflacionada, tan sobredimensionada que, alejándose de la elegante sobriedad que presentaban todos los componentes de aquella pléyade de viajeros románticos del siglo diecinueve (estoy pensando en la pareja formada por el Barón Duvallier y el pintor Gustavo Doré) alejándose de tan exquisitos predecesores se aproximan peligrosamente a nuestros antepasados arborícolas, a la familia de los grandes simios africanos, porque ese es, exactamente, el comportamiento de este grupo de turistas que acaba de bajarse de un enorme autobús de formas aerodinámicas y matrícula de números en negro sobre fondo amarillo que busca con dificultad una plaza de aparcamiento. Nada más bajar del autocar se lanzan en racimos contra los centenarios hierros que nos protegen de la fascinación y del vértigo que produce la visión del profundo abismo. Como traviesos escolares en una excursión meten sus cabezotas por entre los gruesos barrotes y cuando contemplan la profunda sima sobre la que están colgados, todos, en perfecta sincronización nos ofrecen una danza muda de las que, sin duda se ejecutan a diario en las aldeas que se encuentran al sur del río Congo. Y como en el lujoso pullman venían representados diversos paises, son también variadas las posibilidades de expresión, desde la gordita noruega, ya jubilada, que se retira hacia atrás, dando zancadas como si estuviera pisando brasas incandescentes, pasando por la profesora inglesa que se agarra de manera convulsa a su propio bolso (como aquel personaje de la literatura centroeuropea que pretendía romper el hechizo de la gravedad tirándose de los cordones de los zapatos hacia arriba) soltando unos grititos en falsete y dirigiéndole a su compañero unos cortos comentarios llenos de signos de admiración y de consonantes nasales, hasta el joven atlético que siempre se separa del grupo como queriendo volar sólo y cuyo idioma se aleja por lo menos treinta o cuarenta paralelos del solar noruego y que ahora hace el mono, nunca mejor dicho, amagando con tirarse al vacío, lo que arranca gritos de espanto entre lo más pusilanimes del grupo. En fin, esta ha sido la primera manifestación del turismo de masas que nos hemos encontrado al llegar a Ronda, y atravesar el puente de piedra que comunica con su parte vieja.
En la terraza del Hotel Reina Victoria, los rondeños más castizos...bueno, quizás la palabra castizos sea algo excesiva, digamos, los naturales de la villa que hunden sus apellidos en los estratos más profundos del árbol genealógico de la ciudad...(dejémoslo estar) pues esos, toman manzanilla fría hablando de toros y de cantaores con la voz muy alta para que los oigamos bien los transeúntes de este rincón de la plaza, transeúntes que, en su mayor parte somos forasteros.
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Al pasar cerca de la plaza de toros me viene, de golpe, un fuerte e intenso olor a orina de caballo, procedente de la parada que estos enternecedores vehículos de tracción animal tienen junto a la puerta de entrada al coso, y desde donde se ofrecen a los turistas para enseñarles las calles de esta ciudad desde un mirador más romántico, menos modernista. En el mismo instante en que ese dominante aroma comienza a entrarme por las narices me viene a la mente una escena de mi lejana infancia y que yo tenía completamente olvidada. Tengo siete años, y estoy, contemplando los caballos que están amarrados a unas anillas de la pared. Debe ser sin duda ese día, día de mercado pues todo el perímetro de la plaza de toros se encuentra literalmente enterrado en una espesa capa de pellejos, pezuñas y rebuznos; en cada anilla, hay por lo menos tres o cuatro animales enganchados; son, la mayoría, animales rústicos, de laboreo agrícola, muy lejos, por tanto, de esos soberbios ejemplares de la hípica inglesa: burros, mulos, yegüas y pencos de todo pelaje cabecean contra su particular muro de las lamentaciones que es para ellos la plaza, rumiando granos los que tienen saco atado al cuello y rumiando sueños de establo los que carecen de tan nutritivo collar;llaman mi atención de niño forastero la espesa capa de cal que cubre cada anilla, parecen los roscos de navidad. Como niño que procedo de un medio urbano, y que me acerco por primera vez a un caballo "de verdad" -como decíamos en el lenguaje infantil, ¡ojo! sólo los niños de ciudad- esa aglomeración casi cinematográfica de tanto cuadrúpedo hervíboro junto me tiene totalmente fascinado. No puedo recordar como sucedió todo, pero debió de ser muy rápidamente; de pronto me veo entre las patas de los animales; oigo el ruido que hace la espesa catarata de orina caballuna al chocar con el empedrado; a pesar de que las salpicaduras son tan espesas que ya estoy practicamente bañado en urea, yo mantengo los ojos cerrados y aspiro con deleite ese fuerte aroma que me ha dopado totalmente; oigo el golpe seco de alguna herradura cerca de mí, y cuando me muevo, siento en la frente el roce cálido de algún vientre, sumergo mi mano diminuta en el barbecho blanco de ese vientre y siento entre mis dedos el lejano eco de unas aguas profundas, algo, al otro lado se está moviendo y presiona sobre mi mano como queriendola atrapar. Cuando más embelesado me encuentro tratando de comunicarme con esa cosa o ese ser que desde el interior del enorme vientre me llama, una potente voz áspera y ronca grita cerca de mí: Pero ¿qué hase ese niño debaho la llegüa? Pordió..y una llegüa preñá. Y a los pocos segundos de oir este grito una fuerza me atrapa por detrás y me saca bruscamente de tan dulce útero.
Esto fue en el verano del 56.
Ahora, Conchi y yo nos acercamos a las paredes blancas de la Plaza y compruebo tomandola con la mano -una mano comida ya por la artrosis y con los dedos deformados- una de aquellas anillas que aún permanecen colgadas de la pared; ya no tienen aquel rebozado de cal de entonces, las han pulido, y el acero, picado en algunos sitios, se muestra refulgente al sol.
Papá, aquel año, nos había mandado a toda la familia para veranear en un pueblo de la sierra, de la montaña, y después de algunas consultas de las que a mí, por supuesto, se me mantuvo al margen, se decidió que ese lugar sería Ronda, topónimo que oía yo por primera vez, y que mi calenturienta imaginación, alimentada diariamente con las páginas de emilio salgari enseguida decoró con las montañas más inaccesibles, los animales más disparatados, y las más gallardas fortalezas. Los motivos de la elección, en una familia perteneciente a la clase media que sobrevivía de los ingresos de un modesto negocio eran puramente económicos; a saber: la muchacha que ayudaba a mamá en las tareas domésticas y cuyo nombre ya he olvidado, tenía familia en esa ciudad...lo demás cae de su peso; la muchacha viajaría con nosotros, no en calidad de "chacha" sino como un miembro más de la familia, estatus que, como se verá más adelante, abrió ante mí un amplisimo campo de posibilidades, ayudándome -ella a mí- a entrar de una forma casi poética en el, para mí todavía, ignoto bosque de la sexualidad femenina. A mamá, además de la responsabilidad de esta nueva hija que le había nacido por generación espontánea, le correspondia aportar algo al gasto diario de la casa. En Ceuta se habían quedado solos papá y Paquito, el mayor de los hermanos que ya era funcionario del gobierno, tenía periódico propio y llave de la casa. Entonces, "veranear" era todavía un signo de distinción, una especie de pedigrí social; la palabreja, en el pueblo, ya había entrado a formar parte de las conversaciones cotidianas en todos los comercios, bares y hasta en el Zoquillo de nuestro barrio de Hadú. La esposa del funcionario o del militar de graduación, cuando llegaba el verano ya comentaba orgullosa en la tienda de Herminia, que tendría que ir unos días al pueblo -se refería, naturalmente, al pueblo en el que ejercía el "veraneo"- para "darle una vueltecita a la casa". Y así, las demás esposas que no ejercían tan exquisito deporte se daban un mordisquito de envidia que disimulaban elevando el tono de la voz al pedirle a Herminia el cuarto y mitad de aceite que la tendera bombeaba desde el fondo de un bidón tan oscuro como esa envidia. Yo, también aprendí a decir entre los amiguitos del cole aquello de "veranear". Claro que la palabra en sí eran tan poco definitoria de las condiciones en que se ejercía ese nuevo deporte nacional que podía significar cualquier cosa, de tal manera que cada uno se imaginaba lo que mejor convenía a su paz interior, ese era justamente, mi caso. Mamá, aquel año, también pudo soltar, llena de orgullo, aquella palabreja de oro, aquel soberbio y prometedor infinitivo en su tertulia de la tienda de Herminia y oir luego, cuando se retiraba con su paquetito de lentejas, como si se tratase de su propio eco: Loli se va con los niños a veranear a Ronda cerrado con el diapasón brusco de un eructo de aceite en la bomba de Herminia.
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El hombre que me había sacado de un tirón de debajo de aquella yegüa preñada se llamaba Ventura, la yegüa a la que yo estaba sometiendo a una peligrosa ecografía con mis manos era de su propiedad y tenía entrada franca (el jinete, no la yegüa) en la casa en la que nos alojábamos pues era amigo o conocido o pariente, no lo sé, pues nunca llegué a enterarme de en calidad de qué tenía silla reservada en la cocina para ir a comer cuando quisiere. Una tarde nos montaron a mi hermano Pepe y a mí en esa yegüa preñada y fuimos a unas casas de campo del extrarradio de la villa. Conchi trata de adivinar, mirando desde el mirador, a cual de todos los caseríos que veíamos me habían llevado siendo niño. Yo no lo recuerdo pero el paisaje es el mismo que antaño.
Mi hermano Pepe iba sentado detrás, y detrás de todos nosotros -los jinetes y el caballo- venía otro, otro caballo, éste tuerto y atado por la brida a la cola del nuestro. Creo recordar que alguien le contó a los mayores que ese caballo tuerto era hijo de la yegüa preñada y había perdido el ojo de una coz que le propinó la madre para convencerlo de que ya no podía seguifr mamando de sus tetas. Guarda uno en la memoria bastantes recuerdos de aquel verano (creo que del 56, ya lo he dicho) pasado en Ronda, pero esta escena del caballo de aquel tal Ventura amarrado a la pared de la plaza de toros y yo, con todo el fervor de mis siete años, contemplando aquel hermoso animal que nunca había tenido ocasión de contemplar fuera de la pantalla del cine de mi barrio. Por lo visto, a la hora de la siesta, cuando todos dormían en casa, yo me escapaba y me venía hasta las murallas de este foso. Según me contara mi madre siendo ya algo mayor, fueron más de una y más de dos las veces que me tuvieron que sacar de entre las patas de dichos animales a los que me aproximaba demasiado peligrosamente. Imagino que mi madre debió de asustarse bastante con estas escapadas mías por las empedradas y recoletas calles de esa, entonces, hermosa villa, pues la famosa plaza de toros se encontraba y todavía se encuentra muy cerca del balcón que da al famoso Tajo. Cuando mis visitas a esta parte del pueblo, tomaron la peligrosa frecuencia de "a diario" para extasiarme ante las líneas de aquel para mí hermoso y desconocido animal, y mi madre comenzó a temer por su estabilidad emocional y por mi integridad física fue cuando me llevaron de excursión esta vez montado a lomos de él.
Conchi insiste en preguntarme por cual de todos aquellos caminos fui de excursión con la yegüa y su potro tuerto.
Me veo, con mis infantiles nalgas clavadas en el cuello del animal, sintiendo en la parte trasera de mi "niki" la humedad caliente del pecho de aquel hijo mayor de la familia que me había llevado; Pepe, el hermano que moriría al año siguiente víctima de la polio debía ir sentado en la grupa aunque yo no guardo en la memoria ningún recuerdo que asocie a mi hermano Pepe con aquellos paseos a lomos de la yegüa preñada. Siempre que voy a Ronda, me asomo al Tajo y trato de adivinar por cual de aquellas innumerables carreteritas polvorientas que se ven desde arriba, por cual de ellas, paseé a lomos de aquel caballejo agropecuario una tarde del verano del 56. Tampoco recuerdo muy bien qué grave acontecimiento había ocurrido en la familia para que mi padre nos mandara a todos de vacaciones. Cuando digo "todos" hago excepción naturalmente (ya lo digo más arriba) de mi hermano Paco, que ya era funcionario de la Delegación de Comercio y que se quedó "de rodríguez" con papá que en todos los años de su vida solo abandonó una vez el negocio y fue para acompañar a su primogenito a examinarse de unas oposiciones en Madrid.
Durante mucho tiempo anduve en la creencia de que fue la muerte de Pepe, de Pepito la que movió a nuestro padre a mandarnos a toda la familia a veranear a Ronda aquel verano del 56 hasta que me tropecé en una lata de fotos con una en la que mi hermano Pepe y yo nos encontramos montados sobre la grupa de un paciente pollino a la sombra los tres de una hermosa higuera. Cogimos el tren en Algeciras después de una travesía en barco que a los niños nos divertía mientras los mayores rezaban unos y vomitaban otros. Aquellos trenes olían todos a tortilla de patatas y a tinto peleón mezclados con el aroma agrio que despedía el alimento rechazado por el estomago y que impregnaba todo el aire.
Al llegar a Ronda y bajarnos del tren, sonaba en la radio de la cantina de la Estación “El Emigrante” de Juanito Valderrama, lo que hizo que siempre haya oído esta canción con cierto agrado. Aunque no lo recuerdo, muy posiblemente comeriamos tortilla de patatas envuelta en papel de periodico y vino con gaseosa. Guillermo se dio mucho pavoneo fumando por primera vez delante de mamá y llevando los billetes de todos en su cartera de imitación piel que vendían en los bazares indios de Ceuta y mostrándolos al revisor cada vez que lo pedía, uno de aquellos revisores que miraban a los niños con una cara de estar calculando el punto de cochura de aquellas traviesas carnes que correteaban por los departamentos de su tren haciendo gala de un descaro asesino. La casa estaba en la calle de la Bola que con sus empedrados, sus cales infladas y sus tejas bostezantes me servirían después para colocar en mi imaginación al tonto de la sillita verde cuando leía "Platero y yo", o en la frase aquella de "...por las últimas callejas del pueblo" del mismo encantador libro. Dormíamos en la parte alta de la casa, lo que se conocía como la cámara, y en algunos otros lugares de España como el soberado o desván. Mi hermana, que debía contar un año justo, pues nació el año anterior, dormía con mamá; mi hermano Pepe dormía sólo y yo pegadito a las jóvenes y cálidas caderas de nuestra "muchacha", repartidos todos en tres camas grandes que metían ruido náutico, como el de esos antiguos barcos de madera crujiendo sobre el mar del trópico en las noches de verano que parecían querer abrirse como un melón maduro. Quiero recordar que había un gato trasteando por la noche en el desván, pues nuestra llegada debió suponer para este pacífico animal la perdida de sus territorios normales y habituales de cacerías nocturnas.Por las noches, agarrado al dulce columpio de las caderas de mi joven compañera de cama, cubierta de nailon "del bueno", procedente de Gibraltar, oía los suaves ronquidos de mi madre, el balbuceo de mi hermana y de fondo el taca-taca de los cascos de los mulos en el empedrado de la calle, camino sin duda del campo. El pan que comíamos se amasaba en casa, y el hijo de la dueña lo llevaba de madrugada a cocer a un horno cercano. Alguna noche lo acompañé, y quedé impresionado por la vista que ofrecían las solitarias callejas del pueblo bañadas con la plata de la luna que refulgía en la cal de sus paredes. Nuestra "chacha", pienso yo ahora, estimulada sin duda por mis torpes e inocentes caricias nocturnas, una de esas tardes de siesta y mientras se bañaba en la cocina dentro de un barreño, me brindó mi primer desnudo femenino. Con el tiempo he llegado a olvidar en qué circunstancias llegué a su presencia, aunque dada la timidez que siempre he mostrado me inclino a pensar que no fue mi iniciativa la que me llevó hasta la cálida penumbra de aquel cuartucho. Esta experiencia, que fue desconcertante y placentera la relato en el libro Luiso. Era, naturalmente, la primera vez que se posaba en mi mano, como una paloma dormida, el sexo palpitante de una mujer. Aquel verano del 56 dio mucho juego; entre otras cosas también me llevaron a ver, en el Cine Apolo, la película Los Diez Mandamientos de Cecil B. DeMille, cine cuyo patio de butacas, sembrado de columnas como una mezquita, hacía temblar a los parroquianos cuando llegaban de los últimos para adquirir alguna entrada; mamá y papá se turnaban siempre entre ellos dos para librarnos a los pequeños de la cuota de columna que ese día nos hubiera tocado a la familia.
El cuadro que corona este artículo es un óleo sobre tela del pintor norteamericano Oscar Edmund Berninghaus nacido en St. Louis (Missouri) en el año 1874 y fallecido en el año 1952.
Thank you Mister Berninghaus.

8 comentarios:

  1. Gracias, querido amigo, por este bonito paseo infantil por Ronda... Con su lectura casi se oyen las herraduras de los cuadrúpedos chocando contra el empedrado... y se siente el viento fresco de ese balcón en caída libre.
    Un placer leerte, siempre.

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  2. Yo también tengo unos recuerdos parecidos a los tuyos, me parece que aquello fué un sueño. El humo del tren se introducía en las fosas nasales y alrededor de los ojos, dándole a los pasajeros un aspecto fantasmal. Era Mayo del 56, el tren abarrotado de gente, sentados con sus canastos llenos de viandas tapados con una servilleta, sentados en aquellos incómodos bancos de tirillas de madera.
    Al llegar a la estación de Ronda se subió un señor con una gorrilla para saludar a mi madre, a mi hermana y a mí, el comandante Toranzo. Nosotros íbamos a Antquera, a la boda de un tío mío. El tren reanudó su marcha, intranquilo, observé que el efusivo señor que nos despedía, no se bajaba, por fín se apeó corriendo unos metros paralelo a él, muy poco después el tren pasaba por un puente que atravesaba un barranco inmenso, me quedé extasiado viendo aquél paisaje a vista de pájaro y pensando en lo que le hubiera pasado a aquél pobre pariente lejano si llega a bajarse unos metros más tarde.
    También me ocurre, que cada vez que oigo un vals de Strauss, me viene al pensamiento aquél mi primer e inolvidable viaje en tren con máquina de vapor.
    Gracias por el fantástico relato, que esta vez me ha parecido estar leyendo alguno de aquellos legendarios viajeros del siglo IXX.

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  3. Amigo Santiago:
    He sido, y sigo siendo un lector empedernido de los viajeros romanticos por España. En esa dilatada bibliografía hay páginas hermosisimas. Es como si viajaras en el tunel del tiempo.

    ¡¡Lo que se pierden las personas que no leen!!

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  4. Han pasado años y aún así tiene una tierna frescura que me encanta!
    Cuantos recuerdos y que bien lo cuentas :-)
    Precioso relato.
    Un abrazo

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  5. Gebirg:

    ¿Te llegó mi ejemplar de Crónicas de Allí?

    Eres muy generosa en tu análisis de mi prosa.

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  6. Siiii...claro que me llegó!! Y con una dedicatoria preciosa :-). Te llamé por teléfono para darte las gracias, pero sólo pude dejar el mensaje. Otro día lo intento.
    Muchísimas gracias!.
    Abrazos

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  7. Espléndido, Roger... cada vez que te leo es una delicia. Gracias por compartir todo esto.

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  8. Milano, en lo que tengo dudas es de si el problema con las columnas de sustentación del gallinero que se interponían como un desagradable corchete entre la pantalla y el espectador era en los dos cines (Apolo y Cervantes) o sólo en uno de ellos.
    ¿Tú recuerdas el color de los uniformes de sus porteros y acomodadores?

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