sábado, 2 de enero de 2010

Los Diarios

El día veintitrés de enero del año que se nos ha ido comenzaba yo a escribir mis Diarios en este blog que, con no poca dificultad, lograra configurarme por esas fechas; es mi blog (santa rita rita rita...) y se llama, ustedes ya lo saben, los Diarios de Jean Valjean. Hasta ese instante, los diarios, los había ido escribiendo en la confortable soledad de mi biblioteca, protegido del ruido exterior por un manto de libros y acunado, entre adjetivo y verbo, por el balanceo de una joven yuca que el jardinero ha plantado recientemente junto a mi ventana. Ahora he abierto la puerta de mi casa, he tomado, como si dijéramos, mi pupitre, mis plumillas y mi tintero "pelikán" (¿se acuerdan de los tinteros "pelikán"?) y lo he sacado todo a la calle, a la plaza. Y ahí, al albur de todos los vientos y al calor de todos los soles me he sentado a escribir, como aquellos escribanos que, siendo yo un niño, cuando iba con mi padre a la ciudad de Tetuán, me salían al encuentro por las retorcidas callejas de su medina, cercanas al Zoquillo, sentados en el suelo, con el pupitre de madera entre sus piernas, el palillero echando la siesta en el pliegue de una oreja, hurgándose los dientes con una plumilla descatalogada, y ofreciéndonos, sonriente, los servicios de su escribanía, dispuesto ya para, al más leve gesto de nuestra parte despertar a su palillero con un esdrújulo contundente, encorbatarlo con una plumilla nueva, tomar un pliego virgen y, con su enrevesada caligrafía oriental, facilitarnos la comunicación escrita con la madre, con la novia, con el abogado o, simplemente, redactarnos, por unos pocos dinhares, un contrato de arrendamiento, o de compra, o de venta...todo muy a lo Naguib Mafhuz, ya saben: El Callejón de los Milagros y cosas así. Pues así es como me he sentido cuando he trasladado mi pupitre a esta plaza mayor de internet: un escribano de la medina de Tetuán. A mí, el oficio, ¿qué quieren que les diga? no me disgusta ni tanto así, soy un irredento grafópata, y además, todo ello con el aliciente añadido de que cuando, por la noche me voy a dormir, mi pupitre sigue ahí, en medio de la plaza, con su lucecita encendida por si alguien se detiene ante él, me quiere leer, me lee, y tomando recado de escribir le apetece hacer alguna glosa al hilo de lo que yo haya escrito ese día, glosa que a mí ha de servirme al día siguiente para seguir urdiendo la trama de mi prosa, porque de eso es, al fin, de lo que se trata, de seguir tejiendo prosa, sin cesar; escribir para vivir, o para existir. Pero, bueno, no nos pongamos metafísicos. Les decía, siguiendo con la metáfora, que ahí permanecerá día y noche, como esos semáforos de las grandes ciudades que tililan en ambar por las esquinas, dándole a la soledad nocturna de las ciudades ese aire tan cinematográfico, aunque, eso sí, protegido, el pupitre, de cualquier alevosa agresión por esos duendecillos de la red que duermen a los pies de su "ubedoble...." y que le piden el santo y seña a todo aquel intruso que quiera entrar en el cuartito donde guardo mis bártulos de escribir, en ese sanctasantorum que es mi cuenta google.





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Cuando yo impartía clases de Geografía en un colegio del extrarradio de Barcelona, hube de explicar a mis alumnos, dentro de unas lecciones programadas para ese curso, el papel tan importante que para la travesía del Átlantico tuvo la llamada Corriente del Golfo -la Gulf Stream- en una época en que las lineas regulares -pongo por caso- Londres-Nueva York, o Cadiz-La Habana la cubrían, en ausencia de los barcos de vapor, aquellos soberbios clippers de hasta cinco mástiles que, gracias a la mayor superficie de velamen y a las lineas aerodinámicas de su casco se tragaban las millas náuticas con una voracidad sorprendente. Les explicaba también que a pesar de la ligereza de estos buques sus capitanes no les hacían ascos a subirse, cuando la bonanza del tiempo lo permitía, a lomos de la Gulf Stream para aprovechar la corriente de este rio marino y ganar algunas horas en la travesía en un esfuerzo por llegar a su destino antes que cualquier otro buque de la competencia. Se me ocurrió entonces la idea de lanzar unas botellas a ese inmenso oceano, portando cada una en su vientre un mensaje debidamente protegido contra la humedad y dirigido al primer "a quien corresponda" que se encontrara dicha botella, con la idea de que mis alumnos comprobaran la veracidad de la moraleja que encerraba la lección de ese día.
Preparamos las botellas -que eran de Anis el Mono por lo de la transparencia de su casco- con su correspondiente mensaje en el interior, y ese mismo año, al concluir el curso escolar, y teniendo yo que viajar a Las Palmas de Gran Canaria para presentarles a mis padres la diminuta persona de mi hija Clara que acababa de nacer me llevé en el portaequipajes del coche la caja de cartón con las seis botellas mensajeras, las mismas que, a las diez o doce horas de haber zarpado del puerto de Cádiz, fui lanzando por la borda del "J.J.Sister" a intervalos de treinta minutos.
Concluyeron las vacaciones, me incorporé a mis clases, llegaron otras navidades, otra semana santa, y no había respuesta, no llegaba eco alguno de nuestro grito lanzado en esta orilla del Atlántico. Mis alumnos se iban desilusionando y, cada vez más escépticos no me ahorraban el arponazo de algún comentario irónico sobre mis conocimientos oceanográficos que, dicho sea de paso, tampoco son muy amplios. Hasta que un día, el director del Colegio que estaba al tanto de tan magno acontecimiento se presentó en el aula de clase portando una carta que dirigida a mí, llegaba nada menos que desde los Estados Unidos de América.....El experimento había culminado con éxito. Una de las botellas, fue rescatada del mar en las costas de Miami, por un modesto abogado de Nueva Jersey que veraneaba en ese lugar y que, como se solicitaba en el mensaje, nos indicaba las coordenadas geográficas, hora, día, mes y año en que tuvo lugar tan singular pesca. En definitiva, la botella en cuestión había tardado un año en atravesar todas las millas náuticas que separan a ambos continentes pero, había llegado, y no cabia duda de que el cartero había sido, una vez más, la Corriente del Golfo.





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Pues bien, escribir en un blog (y la comparación me viene a raíz de esa experiencia docente que acabo de narrarles) viene a ser, también, como echar una botella al mar con la esperanza de que el mensaje contenido en su interior sea rescatado de las aguas por algún navegante solitario, lo lea y nos responda. ¡Si, si! No les quepa duda, tiene algo de robinsoniano, algo de novela romanticona inglesa, esto de verter sobre la pantalla del ordenador nuestras ensoñaciones, nuestra torpe sintaxis, nuestra humilde gramática, y esperar que el buen dios del azar nos traiga un “viernes” cibernético que los interprete, en definitiva que nos lea. Y es que somos ya tantos los que acudimos a este pupitre electrónico (el calificativo de “legión” ya se ha quedado corto, pues ni tan siquiera se aproxima a expresar el número ingente de grafómanos que a comienzos de este siglo veintiuno nos damos cita en este mirador, leedor de Internet) que tenemos las mismas posibilidades de crear una parroquia de lectores de cierta entidad alrededor de nuestros textos como la de que nos toque la Lotería Primitiva. ¿Por qué entonces nos empeñamos en hilvanar sujetos y predicados casi de forma compulsiva con una disciplina germánica, teutónica? Pues creo que por la misma razón que compramos el boleto de la loteria. En mi caso particular, además de alimentar como cada hijo de vecino, la vana ilusión de que alguien abra esta botella-página creo que esta afición a echar prosas desde mi ventana con la esperanza de que caigan sobre los ojos de un sufrido y paciente lector me viene de mi más tierna infancia, cuando escondía objetos por los rincones más insospechados de la casa familiar como por ejemplo en las tripas perfumadas de aquel enorme y oscuro armario de nogal (resto de la dote nupcial de la boda de mi madre adquirido por mi padre en el año 35 a un oficial del cuerpo de Regulares destinado en la ciudad marroquí de Larache y que, convocado por Franco, atravesaba el Estrecho de Gibraltar para unirse al levantamiento militar del “36“)donde yo sepultaba los objetos más variopintos y que previamente había envuelto, como esas muñecas rusas, en sucesivas capas de páginas del periodico local ya usado que, como la "uerreele" de mi blog se llamaba El Faro. (¡contra el vicio de escribir está la virtud de no leer!) Ese enorme armario de nogal (cuando se tienen apenas cuatro o cinco años de edad qué mueble de la casa familiar no le parece a uno enorme…¡enorme!) me acompañó durante toda mi turbulenta infancia. En el azogue desteñido de sus lunas, ¡bueno! de su luna, de su única luna, en singular, pues el pobre armario entuertizó de las dos que tenía por la década de los cincuenta, coincidiendo con el viaje a la capital de nuestro hermano primogénito que acudía a la corte a examinarse de unas Oposiciones tan difíciles que para siempre lo cubrieron en el vecindario de un halo heróico, como de ulises desterrado, Les decía que en su maltratado azogue pude contemplar los paisajes más íntimos de mi familia, desde la esfinge silenciosa de una joven madre subiéndose las medias negras por el blanco mármol de sus muslos, o derramando el azabache negro de su pelo por sus espaldas de nieve, hasta la convulsa coreografía de mis primeras masturbaciones adolescentes. Cuando llegaba la primavera y el frío abandonaba las paredes húmedas de nuestra casa, mamá, después de lavadas y planchadas, introducía en el vientre de aquel doméstico mueble toda la ropa de cama de cierta envergadura textil bajo las que, enterrados hasta las cejas habíamos invernado mis hermanos y yo en aquellas camas de cabezales cromados que un aire tan de internado le daba a los dormitorios. Después de apilarlas en las baldas más profundas, mamá, las regaba con una generosa granizada de bolitas de alcanfor cuyo olor siempre me ha recordado, no sé bien por qué, a los ancianos del Asilo. Ese armario de nogal oscuro -que debe de andar en algún lugar, vivo todavía- era como mi kinkong amable y protector, porque cuando llegaba el tiempo de las vacaciones escolares, ocurría muchas mañanas que al despertar me encontraba solo en la casa pues mi padre y mis hermanos mayores andaban en sus ocupaciones laborales y mi madre, que ignoraba todavía la portentosa imaginacion de la que era portador el último vástago varón de su prole, se había ido al zoquillo para hacer la compra, no sin antes haber echado dos vueltas de llave a la puerta de entrada de la casa. En esas circunstancias, yo, sin pensármelo dos veces, como otro jonás bíblico me introducía en el vientre de mi noble ballena de madera. Dentro del armario, enterrado en el cálido volcán de mantas y edredones y con las narices escocidas por las esnifadas de alcanfor, esperaba en la silenciosa oscuridad el retorno de mamá, bueno no tan silenciosa pues desde mi refugio oía, ahogados por la lejanía, los gritos cotidianos que emitía el barrio al despertar.
Pues si, también me he acordado ahora, al escribir en este blog, de aquel pequeño róbinson crusoe de manta y alcanfor que fui yo de niño; imagino el blog como otro armario en el que me he refugiado con mis escritos a la espera de que alguien abra la puerta de mi "guguel" y lea estos articulos.
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El cuadro que me he permitido tomar prestado para encabezar mi artículo es Molino rústico del pintor germano-estadounidense Albert Bierstadt nacido en Solingen (Alemania) en el 1830 y fallecido en Nueva York (EE.UU) en el año 1902.
Danke! Herr Bierstadt.
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