domingo, 3 de diciembre de 2017

Yo soy un diarista

Un diarista es un escritor de diarios. Yo soy un escritor de diarios. Ya sé, lo sé perfectamente, sé que a estas alturas del blog no descubro ningún mediterráneo, (que tampoco me lo propongo) pero como a los toreros viejos, a mí también me gusta recrearme en la suerte, es como ensayar de vez en cuando la pose de diarista para que ese personaje que narra mis diarios no pierda forma. Esta afición incurable a exponer mis pellejos en la plaza pública, entre el puesto de la carnicería y los pozos de la curtiduría de pieles, esta casi enfermedad de gozar abriendo mi YO y hurgar con mi estilográfica en sus tripas para ver qué llevo ese día escondido entre los pliegues de mi subconsciente y que pretende pasar de contrabando (la verdad es que lo consigue muchas veces) el fielato de la conciencia sin pagar su tributo a Freud; este narcisismo patológico me viene de lejos. Ya desde muy niño me gustaron los relatos escritos en primera persona. Recuerdo perfectamente la etapa de mi evolución lectora en la que se produjo el cambio: El mayor de mis hermanos, único lector de la familia y del que yo heredaré tan deliciosa enfermedad, me trajo de la Biblioteca del Instituto el famoso libro de Daniel Defoe, y entonces sucedió el milagro: después de muchas lecturas de historias y cuentos con sus verbos ubicados en la tercera persona del singular, la lectura de Robinson Crusoe fue, como la explosión de una supernova,  y un verdadero descubrimiento del placer que proporciona la lectura de relatos contados en primera persona. Estas memorias de un náufrago perdido en la isla de Juan Fernandez ha marcado para siempre mis apetencias lectoras así como mi elección a la hora de escribir. Creo que fue un genial acierto por parte de Defoe el darle a su historia la forma de unas memorias, te lo hacen más creíble y más vivo en definitiva. Pla, Josep Pla era de la misma cuerda y lo expresó con una frase que, a pesar de la admiración que siento por este escritor, me pareció algo excesiva. Decía Pla: Los hombres que sólo leen novelas son unos cretinos. Si bien es cierto que abomino de este juicio tan radical, tan injusto y tan equivocado (sobre todo cuando se han escrito novelas tan malas como las que él ha dado a las prensas), no es menos cierto que cada vez me he ido alejando de la ficción y ajustando más mis gustos a los  libros de Memorias, Diarios y primos cercanos como el género epistolar. Sólo la poesía me mueve de vez en cuando a moverme por aguas distintas de las habituales. No los escribo para los demás, los escribo para mí. Cuando me siento ante mi pupitre y tomo los recados de escribir nunca pienso en el lector. Al único que de verdad debe gustarle es a mí. Por otra parte mi vida se balancea, ya en estos años cercanos a la vejez (siendo un poco tolerante con mi propia vanidad) se balancea, se columpia entre el hastío y el aburrimiento. Y el colocar a mi YO, completamente desnudo encima de mi escritorio y diserccionarlo con mi estilográfica es uno de los pocos placeres (junto con el alcohol) (*) que puedo todavía permitirme. Desde hace ya algunos años soy  mi único animal de compañía, no tengo otro, tenía un gato llamado Séneca y ya murio,  por eso me observo, me estudio, me leo. Soy el alfa y el omega de mis escritos. No hay más. Y cuando el relato se inclina a la ficción...no hay tal ficción, son los múltiples y variados disfraces que adopta mi YO para manifestarse sobre el papel.
Solamente cuando tomo el autobús que me lleva a la ciudad y dispongo de una variada fauna bípeda para practicar caza mayor con mi estilográfica, sólo entonces descanso de ese autismo feroz que me aprisiona  y procuro satisfacer mi voyeurismo insaciable con ese pequeño grupo ambulante que el azar ha reunido en ese momento en el autobús, que es el ciento sesenta, casualmente el mismo número que llevaba yo grabado en todo el menaje particular que usaba en el Colegio Interno allá por los prólogos, los tristes prólogos de mi adolescencia. Pero a lo que iba...Una vez acomodadas mis posaderas en el adminículo, tan tieso y tan duro que sólo los optimistas llamarían asiento, me dedico a observar a mis semejantes con el mismo placer que siento cuando abro las páginas de un libro. Trato de imaginarme, por el aspecto físico de cada uno de ellos,  la vida que hacen entre las cuatro paredes de su casa: Ese grandullón –por ejemplo- vestido de niño, con los auriculares introducidos en unas orejas gordas y esponjosas como nalgas,  la barba cerrada de tres o cuatro días que está sentado junto a su madre, una respetable anciana que hace años dejó ya atrás la vejez. La empleadita del “cortinglé” pizpireta, fresca y joven, (apetitosa a cualquier hora del día) y con su bolsito transparente que viene a ser algo así como su  conciencia, su “pepitogrillo”, ante las miradas inquisitoriales del jefe de planta que, al igual que yo, alimenta su propio voyeurismo buscando en las aguas transparentes del bolsito de su subordinada cosas que sólo existen en su imaginación. El jubilado hipocondríaco parapetado, en las trincheras de sus miedos, detrás de un enorme sobre del Hospital Comarcal que contiene alguna fotografía indiscreta de su más íntima fisiología y que él está deseando compartir con todos para que le consuelen de los males presagios que su mente ha fabricado en una noche de insomnio..o para que le den el pésame tardío por una viudez ya rancia. Y muchos más...
Otros días en lugar de inventarme una vida (alegre o triste, azarosa o inmensamente aburrida) para mis personajes, los hago a todos ellos partícipes de una obra de teatro. Para ello, lo mejor es elegir dos personas que estén enzarzadas en una animada conversación, y si la conversación la acompañan de un rico repertorio de gestos con la cara y con las manos tanto mejor. Desde el mismo instante en que consigo convencer a mi YO de que esas dos personas son actores y por lo tanto lo que están haciendo es representar un guión previamente escrito, que nada es en ellos espontáneo, que se encuentran entre las candilejas de un teatro el goce estético es infinito (porfa...no se atornillen la sien con el índice de la mano derecha pensando al mismo tiempo en mi coeficiente intelectual...cada quien se entretiene como quiere y el trayecto del ciento sesenta es largo y pesado). Decía que el goce estético es infinito porque, como pueden suponer, estos “actores” son los mejores del mundo, su representación es perfecta porque ellos no están representando....solo mi mente lo cree así. A veces, cuando se dirigen al mismo punto de la ciudad que yo voy, los sigo detrás sin romper la bella ficción, hasta que el rugido del claxon de un autobús que me pasa rozando los pellejos me recuerda el principio fisico de la impenetrabilidad de los cuerpos cuando se enfrentan el morro de un poderoso leyland de cuatro ejes con la débil estructura osaria de un jubilado que, de propina, vive aquejado de artrosis.
Esta afición o adicción mía a convertirlo todo en teatro, en pura escenificación me viene ya de lejos...De niño me gustaba disfrazarme, ocupar una personalidad distinta de aquella que comía, dormía y estudiaba en la casa de mis padres. Para ello acudía a un armario grande y negro donde mi madre guardaba las ropas viejas, y una vez conseguido el aspecto apetecido, me presentaba delante de mi público, el que yo imaginara que podía caber en aquel espejo grande de la puerta del armario. Antes había memorizado cuatro o cinco líneas de una de aquellas de Emilio Salgari o Julio Verne que a precios populares lanzaba al mercado la Editorial Molino y se las ofrecía como opera prima o gran estreno a las moscas que se miraban el bajo vientre en las aguas plateadas del espejo.
En mis diarios me comporto de la misma manera. Cuando me he cansado de estar en una postura he de cambiar enseguida, y para ello tomo prestada la piel de un personaje y comienzo una novela que no llega más allá de los dos o tres capítulos. Por supuesto que todas ellas escritas en primera persona, como si se tratara de un diario más.  Quien sabe si todo ello no será  un ensayo general para la última representación de nuestra vida, la propia muerte.

(*) El autor escribió este artículo hace ya algunos años pero ha sido hoy cuando, encontrándolo durmiendo en un archivo perdido de un viejo ordenador ya jubilado, lo ha colgado del blog. El autor, auxiliado por la asociación de Alcoholicos Anónimos consiguió abandonar tan nefasta adicción que tantos pequeños-grandes problemas le habían estropeado momentos importantes de su vida. El autor ha descubierto con la bienaventuranza de la sobriedad que, al escribir, el acierto o desacierto en la búsqueda de un buen adjetivo o de una metáfora afortunada y bien ubicada en el texto no dependen para nada de la cantidad de orujo que se haya trasegado. Vale.

(Jean Valjean)


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