Un
diarista es un escritor de diarios. Yo soy un escritor de diarios. Ya sé, lo sé
perfectamente, sé que a estas alturas del blog no descubro ningún mediterráneo, (que tampoco me lo propongo) pero como a los toreros viejos, a mí también me gusta recrearme en la suerte,
es como ensayar de vez en cuando la pose de diarista para que ese personaje que
narra mis diarios no pierda forma. Esta afición incurable a exponer mis
pellejos en la plaza pública, entre el puesto de la carnicería y los pozos de
la curtiduría de pieles, esta casi enfermedad de gozar abriendo mi YO y hurgar
con mi estilográfica en sus tripas para ver qué llevo ese día escondido entre
los pliegues de mi subconsciente y que pretende pasar de contrabando (la
verdad es que lo consigue muchas veces) el fielato de la conciencia sin pagar
su tributo a Freud; este narcisismo patológico me viene de lejos. Ya desde muy
niño me gustaron los relatos escritos en primera persona. Recuerdo
perfectamente la etapa de mi evolución lectora en la que se produjo el cambio: El
mayor de mis hermanos, único lector de la familia y del que yo heredaré tan
deliciosa enfermedad, me trajo de la Biblioteca del Instituto el famoso libro
de Daniel Defoe, y entonces sucedió el milagro: después de muchas lecturas de
historias y cuentos con sus verbos ubicados en la tercera persona del singular,
la lectura de Robinson Crusoe fue, como la explosión de una supernova, y un verdadero descubrimiento del
placer que proporciona la lectura de relatos contados en primera persona. Estas
memorias de un náufrago perdido en la isla de Juan Fernandez ha marcado para
siempre mis apetencias lectoras así como mi elección a la hora de escribir. Creo
que fue un genial acierto por parte de Defoe el darle a su historia la forma de
unas memorias, te lo hacen más creíble y más vivo en definitiva. Pla, Josep Pla
era de la misma cuerda y lo expresó con una frase que, a pesar de la admiración
que siento por este escritor, me pareció algo excesiva. Decía Pla: Los hombres
que sólo leen novelas son unos cretinos. Si bien es cierto que abomino de este
juicio tan radical, tan injusto y tan equivocado (sobre todo cuando se han
escrito novelas tan malas como las que él ha dado a las prensas), no es menos
cierto que cada vez me he ido alejando de la ficción y ajustando más mis gustos
a los libros de Memorias, Diarios y primos cercanos como el género
epistolar. Sólo la poesía me mueve de vez en cuando a moverme por aguas
distintas de las habituales. No los escribo para los demás, los escribo para
mí. Cuando me siento ante mi pupitre y tomo los recados de escribir nunca
pienso en el lector. Al único que de verdad debe gustarle es a mí. Por otra
parte mi vida se balancea, ya en estos años cercanos a la vejez (siendo un poco
tolerante con mi propia vanidad) se balancea, se columpia entre el hastío y el
aburrimiento. Y el colocar a mi YO, completamente desnudo encima de mi
escritorio y diserccionarlo con mi estilográfica es uno de los pocos placeres
(junto con el alcohol) (*) que puedo todavía permitirme. Desde hace ya algunos años
soy mi único animal de compañía, no tengo otro, tenía un gato
llamado Séneca y ya murio, por eso me observo, me estudio, me leo.
Soy el alfa y el omega de mis escritos. No hay más. Y cuando el relato se
inclina a la ficción...no hay tal ficción, son los múltiples y variados
disfraces que adopta mi YO para manifestarse sobre el papel.
Solamente
cuando tomo el autobús que me lleva a la ciudad y dispongo de una variada fauna
bípeda para practicar caza mayor con mi estilográfica, sólo entonces descanso
de ese autismo feroz que me aprisiona y procuro satisfacer mi
voyeurismo insaciable con ese pequeño grupo ambulante que el azar ha reunido en
ese momento en el autobús, que es el ciento sesenta, casualmente el mismo
número que llevaba yo grabado en todo el menaje particular que usaba en el
Colegio Interno allá por los prólogos, los tristes prólogos de mi adolescencia.
Pero a lo que iba...Una vez acomodadas mis posaderas en el adminículo, tan tieso
y tan duro que sólo los optimistas llamarían asiento, me dedico a observar a
mis semejantes con el mismo placer que siento cuando abro las páginas de un
libro. Trato de imaginarme, por el aspecto físico de cada uno de ellos, la
vida que hacen entre las cuatro paredes de su casa: Ese grandullón –por
ejemplo- vestido de niño, con los auriculares introducidos en unas orejas
gordas y esponjosas como nalgas, la barba cerrada de tres o cuatro
días que está sentado junto a su madre, una respetable anciana que hace años
dejó ya atrás la vejez. La empleadita del “cortinglé” pizpireta, fresca y
joven, (apetitosa a cualquier hora del día) y con su bolsito transparente que
viene a ser algo así como su conciencia, su “pepitogrillo”, ante las
miradas inquisitoriales del jefe de planta que, al igual que yo, alimenta su
propio voyeurismo buscando en las aguas transparentes del bolsito de su
subordinada cosas que sólo existen en su imaginación. El jubilado hipocondríaco
parapetado, en las trincheras de sus miedos, detrás de un enorme sobre del
Hospital Comarcal que contiene alguna fotografía indiscreta de su más íntima
fisiología y que él está deseando compartir con todos para que le consuelen de
los males presagios que su mente ha fabricado en una noche de insomnio..o para
que le den el pésame tardío por una viudez ya rancia. Y muchos más...
Otros
días en lugar de inventarme una vida (alegre o triste, azarosa o inmensamente
aburrida) para mis personajes, los hago a todos ellos partícipes de una obra de
teatro. Para ello, lo mejor es elegir dos personas que estén enzarzadas en una
animada conversación, y si la conversación la acompañan de un rico repertorio
de gestos con la cara y con las manos tanto mejor. Desde el mismo instante en que
consigo convencer a mi YO de que esas dos personas son actores y por lo tanto
lo que están haciendo es representar un guión previamente escrito, que nada es
en ellos espontáneo, que se encuentran entre las candilejas de un teatro el
goce estético es infinito (porfa...no se atornillen la sien con el índice de la
mano derecha pensando al mismo tiempo en mi coeficiente intelectual...cada
quien se entretiene como quiere y el trayecto del ciento sesenta es largo y
pesado). Decía que el goce estético es infinito porque, como pueden suponer, estos “actores” son los mejores del mundo, su representación es perfecta porque
ellos no están representando....solo mi mente lo cree así. A veces, cuando se dirigen al mismo
punto de la ciudad que yo voy, los sigo detrás sin romper la bella ficción,
hasta que el rugido del claxon de un autobús que me pasa rozando los pellejos
me recuerda el principio fisico de la impenetrabilidad de los cuerpos cuando se
enfrentan el morro de un poderoso leyland de cuatro ejes con la débil estructura osaria de un jubilado que, de propina, vive aquejado de artrosis.
Esta
afición o adicción mía a convertirlo todo en teatro, en pura escenificación me
viene ya de lejos...De niño me gustaba disfrazarme, ocupar una personalidad
distinta de aquella que comía, dormía y estudiaba en la casa de mis padres.
Para ello acudía a un armario grande y negro donde mi madre guardaba las ropas
viejas, y una vez conseguido el aspecto apetecido, me presentaba delante de mi
público, el que yo imaginara que podía caber en aquel espejo grande de la
puerta del armario. Antes había memorizado cuatro o cinco líneas de una de
aquellas de Emilio Salgari o Julio Verne que a precios populares lanzaba al mercado la Editorial Molino y se las ofrecía como opera prima o
gran estreno a las moscas que se miraban el bajo vientre en las aguas plateadas
del espejo.
En
mis diarios me comporto de la misma manera. Cuando me he cansado de estar en
una postura he de cambiar enseguida, y para ello tomo prestada la piel de un
personaje y comienzo una novela que no llega más allá de los dos o tres
capítulos. Por supuesto que todas ellas escritas en primera persona, como si se
tratara de un diario más. Quien sabe si todo ello no será un ensayo general para la última
representación de nuestra vida, la propia muerte.
(*) El autor escribió este artículo hace ya algunos años pero ha sido hoy cuando, encontrándolo durmiendo en un archivo perdido de un viejo ordenador ya jubilado, lo ha colgado del blog. El autor, auxiliado por la asociación de Alcoholicos Anónimos consiguió abandonar tan nefasta adicción que tantos pequeños-grandes problemas le habían estropeado momentos importantes de su vida. El autor ha descubierto con la bienaventuranza de la sobriedad que, al escribir, el acierto o desacierto en la búsqueda de un buen adjetivo o de una metáfora afortunada y bien ubicada en el texto no dependen para nada de la cantidad de orujo que se haya trasegado. Vale.
(Jean Valjean)
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