domingo, 9 de febrero de 2014

Luiso (III)


                                              
Al principio era tan solo una vocal (una “o”) que nacía como un debil lamento, como un dulce quejido por la parte del barrio que lindaba con el Barranco de las Viñas. Con el mismo sonsonete con que el almuédano cantaba su llamada a la oración desde el minarete de su mezquita, con ese mismo sonsonete de llanto oriental cantaba el coránico del “cambio” su pregón callejero. Del mismo modo como nacía la oración de la tarde, también lo hacía el pregón comercial naciendo en una pequeña zona oscura y tímida de su garganta hasta elevarse en un natural crescendo hasta cortarla en seco. No eran infrecuentes los días en que Luíso confundía este pregón con el cántico de la mezquita de Sidi Ibn Barek cuyo minarete, con sus celosías arabescas se recortaba como un blanco encaje de bolillos por entre los eucaliptos del Parque.
-¡¡¡ooooooooooo…..!!!
Desde las lindes mismas del Barranco de las Viñas hasta el comienzo de la Calle Nueva, esta “o” alargada y serpenteante era todo lo que se podía oir de aquel pregón. Luego, ya una vez que había llegado el pregonero a la esquina de la calle M*** donde vivía Mariquita, la madrina de Luíso el pregón se crecía y se definía también algo más añadiendo otra vocal a su cuerpo: la “i”
-¡¡¡iiiiooooooo….!!!
De éste, al siguiente paso de la metamorfosis del pregón casi no había ya una frontera delimitada. Así como el ¡¡¡oooooooo!!! duraba por lo menos dos o tres calles, contando incluso con las paradas que, nada más por curiosear, le obligaba a hacer alguna vecina, el ¡¡¡¡iiiiiiioooooooo!!!!! no duraría ni tan siquiera media travesía de la calle M*** que era, con todo, la calle más corta de todo el barrio. Inmediatamente después del ¡¡¡¡iiiiiiooooooo!!!! Aparecía ya el pregón completamente entero, en toda su expresión, con todo su cuerpo. Había días (ello dependía de cómo soplara el viento) en los que no aparecía el ¡¡¡¡¡iiiiiooooo!!!! ni tan siquiera una sóla vez.
-¡¡¡¡¡¡amiooooooo!!!!
Este pregonero era conocido en el barrio por el moro del cambio
¡¡¡Cambioooooo!!! Transcripción (ésta última) correcta y literal del pregón. Traía, el pregonero un saco grande de arpillera colgado de un hombro y del antebrazo del otro una cesta de mimbre llena con todas las baratijas de plástico, vidrio u hojalata que se pudiera, uno, en aquellos tiempos imaginar: peines, cochecitos y camiones, cubitos y palas –o rastrillos-, flotadores, si estaba próximo el verano, jarras para el agua, utensilios de cocina fabricados en hojalata...todas ellas sacadas a precio de coste de los inmensos stocks acumulados en los grandes almacenes franceses ubicados en el cercano país. Las mujeres del barrio, al oir este pregón salían todas a las puertas de sus respectivas casas cargadas con la ropa usada (¡y desechable!) que se había acumulado desde el último expolio. La interesada, el día anterior, en una labor de pura arqueología se había hundido en las mazmorras más profundas del armario familiar y, envuelta en una nube de naftalina iba desenterrando poco a poco otra capa más de la historia de la familia para cambiarla por aquel juego de vasos duralex o el juego de palanganas de plástico o.., todo ello con la ilusión de una adolescente de Instituto pues, todavía, entre Francia y nuestro país, en cuanto a la producción de bienes de consumo, había casi la misma diferencia que entre nosotros mismos y el país cuyo Protectorado recién habíamos abandonado. En aquel pedacito de calle, el que iba desde la Imprenta “La Nacional” hasta la esquina de la calle M*** montaba el “moro del cambio” su puestecillo ambulante. Sobre el cemento recien fregado de las aceras, perfumadas de lejía se derramaban todas las galas que durante años sirvieran para alimentar la vanidad de sus moradores. El país comenzaba a remontar poco a poco (gracias sobre todo a las divisas enviadas por los emigrantes) el vuelo y a salir del profundo valle en que estuviera sumido desde el final de la guerra y por lo tanto, el reciclaje de la ropa de los mayores para adaptarla a las tallas infantiles o juveniles no era necesario pues comenzaron ya a aparecer los grandes almacenes con la ropa confeccionada en serie y a precios populares. Así que el traje del abuelo…o del padre….o del hermano precipitadamente arrebatado por la Muerte se podían cambiar por aquellos utensilios de vidrio duralex que tan buen juego daban en el fregadero pues eran casi irrompibles. De forma casi impúdica, se abrían como las alas de un halcón muerto las dos americanas (con sus fajitas negras del luto en la parte alta de la manga) del padre fallecido y que nada más que por respeto a su memoria no se habían atrevido a sacar antes con sus pequeños geoides de naftalina erosionados por los lamidos del Tiempo o descascarillándose por la hondura de sus bolsillos (alguno roto) por donde intenta escaparse en vano, desde hace más años aún, el pequeño ticket azul del autobús que el difunto usara para ir a hacer cualquier nimiedad en esta vida. O los zapatos de la madre de Luíso, aquellos que se comprara un año por “reyes” y que utilizó solo una vez, en la Primera Comunión del niño, por la terca resistencia que aquellos dos juanetes oponían a ser empaquetados en el perfumado cuero, sobre todo cuando aquel perfumado cuero conformaba un zapato dos números más pequeños de los que acostumbraba a utilizar (aún sin juanetes) la buena señora. O el aletear ingénuo de la chaquetita blanca de marinero (de la misma Primera Comunión en la que naufragana los zapatos) que se quedó lo suficientemente chica (no deja de ser curiosa la manera como tienen las madres de asimilar, de encajar el crecimiento de los propios hijos: les parece como si fuese la ropa la que, ella solita, se encogiera….como si ellas, las mamás, quisieran negar el crecimiento de los propios hijos) como para no poder sacar ya de ella ni siquiera esa torerita de media manga que pueda lucir la más pequeña de los hijos en su cumpleaños o en el bautizo del reciente primito. Todavía conserva en la solapa restos de aquella manchita de chocolate que se vertiera el niño cuando su madre le instara, con prisas, a salir a la calle para hacerse la foto con la señora Pepa junto a la vivienda de ésta. En el último instante, antes de ser tomada por las manos oscuras del mercader ambulante, rescatará la mujer de sus bolsillos un recordatorio amarillento perfumado de alcanfor. Se ha quedado en el armario, para un próximo y más ventajoso trueque el trajecido de Simbad el Marino con el que Pepito, (al que se llevó, medio ciego, uno de los últimos coletazos con los que la polio, la Poliomielitis castigó las casas de nuestro villorrio) se hizo aquella fotografía en el bar de suboficiales del Casino Militar. El mercader vuelve a reclamarlo y vuelve a preguntar por el puñalito que se guardaba en aquella hermosa funda adherida con doble costura de hilo dorado al pantalón de raso azul, quizás tenga un hijo pequeño al que le haya prometido el juguete de marras. Sin embargo si saldrán en el presente expolio,secas ya como pieles muertas, las camisetas de propaganda de la casa Firestone de neumáticos que el padre trajera del puerto por docenas y que durante años rodarán por los armarios de la casa y que a lo último después de haber vestido con ellas a toda la parentela local y foránea no sabrán ya a quien colocarlas. Saldrá también aquella falda negra resto del luto por la abuela, una corbata también negra y una túnica morada, túnica vótica de penitente, resto también de la promesa hecha frente al maligno ataque de la Polio y que una lágrima rebelde que se asoma a los ojos delatará de forma brutal que sirvió para más bien poco. Todo un mundo de tiernísimos fantasmas envueltos en migas de alcanfor que el mercader va pesando y sopesando: Por esto…morito dar –y revuelve nervioso su cosecha de plástico coloreado- esto…esto –ahora parece que duda- y esto
-¡¡Noo!!
-¿¿Noo??
-¡¡No, no!! Morito dar esto y esto – y señala la madre de Luiso, la zona del cesto donde reposan sus favoritos
-¡¡No, no!!...Eso mucho caro. Morito dar…..
Y a lo último, con enfados y con prisas se acomoda el negocio y el mercader volviendo a colgar de la percha de sus huesos el puestecillo ambulante tuerce por la calle Comandante Baro Alegret para arrancarse a continuación por la de M*** con el pregón cálido y dulce prendido de los hilos de su garganta.
-¡¡¡¡Amioooooooooooo!!!!   ¡¡¡¡Amiooooooooooo!!!!
Cuando Luiso regresaba al medio día del Instituto se encontraba, en el camino de vuelta, con dos o tres de estos mercaderes, con la cesta de mimbre completamente vacía y dos enormes sacos llenos de ropa atados por sus bocas y colgados del hombro. Marchaban a la Parada de Autobuses para tomar el que iba hasta la frontera y regresar a sus casas, en los montes del país vecino, hasta el día siguiente.
Cuando vaya por primera vez a la villa de Tetuán se encontrará Luíso con unos almacenes de ropa usada donde aquellos naturales del pais que poseen un poder adquisitivo más bajo (que en aquellos tiempos representaban casi el ochenta por ciento de la población total) acuden para vestirse a la europea que ellos nombran: a lo nasarani con los trajes y las faldas que sus paisano rescataron de las buhardillas utilizando como cebo aquellas baratijas de plástico francés cubiertas de vivos colores. Poco a poco irán entrando también ellos en la sociedad de consumo y comenzarán a vestirse en las rebajas de los grandes almacenes. Cuando Luíso sea mayor habrá desaparecido ya para siempre este pregón, otro, de los que se oían por los recovecos de su calle. (jean valjean)

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