Al principio era
tan solo una vocal (una “o”) que nacía como un debil lamento, como un dulce
quejido por la parte del barrio que lindaba con el Barranco de las Viñas. Con
el mismo sonsonete con que el almuédano cantaba su llamada a la oración desde
el minarete de su mezquita, con ese mismo sonsonete de llanto oriental cantaba
el coránico del “cambio” su pregón callejero. Del mismo modo como nacía la
oración de la tarde, también lo hacía el pregón comercial naciendo en una
pequeña zona oscura y tímida de su garganta hasta elevarse en un natural
crescendo hasta cortarla en seco. No eran infrecuentes los días en que Luíso
confundía este pregón con el cántico de la mezquita de Sidi Ibn Barek cuyo
minarete, con sus celosías arabescas se recortaba como un blanco encaje de
bolillos por entre los eucaliptos del Parque.
-¡¡¡ooooooooooo…..!!!
Desde las lindes
mismas del Barranco de las Viñas hasta el comienzo de la Calle Nueva, esta “o”
alargada y serpenteante era todo lo que se podía oir de aquel pregón. Luego, ya
una vez que había llegado el pregonero a la esquina de la calle M*** donde
vivía Mariquita, la madrina de Luíso el pregón se crecía y se definía también
algo más añadiendo otra vocal a su cuerpo: la “i”
-¡¡¡iiiiooooooo….!!!
De éste, al
siguiente paso de la metamorfosis del pregón casi no había ya una frontera
delimitada. Así como el ¡¡¡oooooooo!!! duraba por lo menos dos o tres calles,
contando incluso con las paradas que, nada más por curiosear, le obligaba a
hacer alguna vecina, el ¡¡¡¡iiiiiiioooooooo!!!!! no duraría ni tan siquiera
media travesía de la calle M*** que era, con todo, la calle más corta de todo
el barrio. Inmediatamente después del ¡¡¡¡iiiiiiooooooo!!!! Aparecía ya el pregón
completamente entero, en toda su expresión, con todo su cuerpo. Había días
(ello dependía de cómo soplara el viento) en los que no aparecía el
¡¡¡¡¡iiiiiooooo!!!! ni tan siquiera una sóla vez.
-¡¡¡¡¡¡amiooooooo!!!!
Este pregonero era
conocido en el barrio por el moro del
cambio
¡¡¡Cambioooooo!!!
Transcripción (ésta última) correcta y literal del pregón. Traía, el pregonero
un saco grande de arpillera colgado de un hombro y del antebrazo del otro
una cesta de mimbre llena con todas las baratijas de plástico, vidrio u
hojalata que se pudiera, uno, en aquellos tiempos imaginar: peines, cochecitos
y camiones, cubitos y palas –o rastrillos-, flotadores, si estaba próximo el
verano, jarras para el agua, utensilios de cocina fabricados en
hojalata...todas ellas sacadas a precio de coste de los inmensos stocks
acumulados en los grandes almacenes franceses ubicados en el cercano país. Las
mujeres del barrio, al oir este pregón salían todas a las puertas de sus
respectivas casas cargadas con la ropa usada (¡y desechable!) que se había
acumulado desde el último expolio. La interesada, el día anterior, en una labor
de pura arqueología se había hundido en las mazmorras más profundas del armario
familiar y, envuelta en una nube de naftalina iba desenterrando poco a poco
otra capa más de la historia de la familia para cambiarla por aquel juego de
vasos duralex o el juego de
palanganas de plástico o.., todo ello con la ilusión de una adolescente de Instituto pues, todavía,
entre Francia y nuestro país, en cuanto a la producción de bienes de consumo,
había casi la misma diferencia que entre nosotros mismos y el país cuyo
Protectorado recién habíamos abandonado. En aquel pedacito de calle, el que iba
desde la Imprenta “La Nacional” hasta la esquina de la calle M*** montaba el
“moro del cambio” su puestecillo ambulante. Sobre el cemento recien fregado de
las aceras, perfumadas de lejía se derramaban todas las galas que durante años
sirvieran para alimentar la vanidad de sus moradores. El país comenzaba a
remontar poco a poco (gracias sobre todo a las divisas enviadas por los
emigrantes) el vuelo y a salir del profundo valle en que estuviera sumido desde
el final de la guerra y por lo tanto, el reciclaje de la ropa de los mayores
para adaptarla a las tallas infantiles o juveniles no era necesario pues
comenzaron ya a aparecer los grandes almacenes con la ropa confeccionada en
serie y a precios populares. Así que el traje del abuelo…o del padre….o del
hermano precipitadamente arrebatado por la Muerte se podían cambiar por
aquellos utensilios de vidrio duralex que
tan buen juego daban en el fregadero pues eran casi irrompibles. De forma casi
impúdica, se abrían como las alas de un halcón muerto las dos americanas (con
sus fajitas negras del luto en la parte alta de la manga) del padre fallecido y
que nada más que por respeto a su memoria no se habían atrevido a sacar antes con sus pequeños
geoides de naftalina erosionados por los lamidos del Tiempo o
descascarillándose por la hondura de sus bolsillos (alguno roto) por donde
intenta escaparse en vano, desde hace más años aún, el pequeño ticket azul del
autobús que el difunto usara para ir a hacer cualquier nimiedad en esta vida. O
los zapatos de la madre de Luíso, aquellos que se comprara un año por “reyes” y
que utilizó solo una vez, en la Primera Comunión del niño, por la terca
resistencia que aquellos dos juanetes oponían a ser empaquetados en el
perfumado cuero, sobre todo cuando aquel perfumado cuero conformaba un zapato
dos números más pequeños de los que acostumbraba a utilizar (aún sin juanetes)
la buena señora. O el aletear ingénuo de la chaquetita blanca de marinero (de
la misma Primera Comunión en la que naufragana los zapatos) que se quedó lo
suficientemente chica (no deja de ser curiosa la manera como tienen las madres
de asimilar, de encajar el crecimiento de los propios hijos: les parece como si
fuese la ropa la que, ella solita, se encogiera….como si ellas, las mamás,
quisieran negar el crecimiento de los propios hijos) como para no poder sacar
ya de ella ni siquiera esa torerita de
media manga que pueda lucir la más pequeña de los hijos en su cumpleaños o en
el bautizo del reciente primito. Todavía conserva en la solapa restos de
aquella manchita de chocolate que se vertiera el niño cuando su madre le
instara, con prisas, a salir a la calle para hacerse la foto con la señora Pepa
junto a la vivienda de ésta. En el último instante, antes de ser tomada por las
manos oscuras del mercader ambulante, rescatará la mujer de sus bolsillos un
recordatorio amarillento perfumado de alcanfor. Se ha quedado en el armario,
para un próximo y más ventajoso trueque el trajecido de Simbad el Marino con el
que Pepito, (al que se llevó, medio ciego, uno de los últimos coletazos con los
que la polio, la Poliomielitis castigó las casas de nuestro villorrio) se hizo
aquella fotografía en el bar de suboficiales del Casino Militar. El mercader
vuelve a reclamarlo y vuelve a preguntar por el puñalito que se guardaba en
aquella hermosa funda adherida con doble costura de hilo dorado al pantalón de
raso azul, quizás tenga un hijo pequeño al que le haya prometido el juguete de
marras. Sin embargo si saldrán en el presente expolio,secas ya como pieles muertas,
las camisetas de propaganda de la casa Firestone de neumáticos que el padre
trajera del puerto por docenas y que durante años rodarán por los armarios de
la casa y que a lo último después de haber vestido con ellas a toda la
parentela local y foránea no sabrán ya a quien colocarlas. Saldrá también
aquella falda negra resto del luto por la abuela, una corbata también negra y
una túnica morada, túnica vótica de penitente, resto también de la promesa
hecha frente al maligno ataque de la Polio y que una lágrima rebelde que se
asoma a los ojos delatará de forma brutal que sirvió para más bien poco. Todo
un mundo de tiernísimos fantasmas envueltos en migas de alcanfor que el
mercader va pesando y sopesando: Por esto…morito dar –y revuelve nervioso su
cosecha de plástico coloreado- esto…esto –ahora parece que duda- y esto
-¡¡Noo!!
-¿¿Noo??
-¡¡No, no!! Morito
dar esto y esto – y señala la madre de Luiso, la zona del cesto donde reposan
sus favoritos
-¡¡No, no!!...Eso
mucho caro. Morito dar…..
Y a lo último, con
enfados y con prisas se acomoda el negocio y el mercader volviendo a colgar de
la percha de sus huesos el puestecillo ambulante tuerce por la calle Comandante
Baro Alegret para arrancarse a continuación por la de M*** con el pregón cálido
y dulce prendido de los hilos de su garganta.
-¡¡¡¡Amioooooooooooo!!!! ¡¡¡¡Amiooooooooooo!!!!
Cuando Luiso
regresaba al medio día del Instituto se encontraba, en el camino de vuelta, con
dos o tres de estos mercaderes, con la cesta de mimbre completamente vacía y
dos enormes sacos llenos de ropa atados por sus bocas y colgados del hombro.
Marchaban a la Parada de Autobuses para tomar el que iba hasta la frontera y
regresar a sus casas, en los montes del país vecino, hasta el día siguiente.
Cuando vaya por
primera vez a la villa de Tetuán se encontrará Luíso con unos almacenes de ropa
usada donde aquellos naturales del pais que poseen un poder adquisitivo más
bajo (que en aquellos tiempos representaban casi el ochenta por ciento de la
población total) acuden para vestirse a
la europea que ellos nombran: a lo
nasarani con los trajes y las faldas que sus paisano rescataron de las
buhardillas utilizando como cebo aquellas baratijas de plástico francés
cubiertas de vivos colores. Poco a poco irán entrando también ellos en la
sociedad de consumo y comenzarán a vestirse en las rebajas de los grandes
almacenes. Cuando Luíso sea mayor habrá desaparecido ya para siempre este
pregón, otro, de los que se oían por los recovecos de su calle. (jean valjean)
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