jueves, 26 de enero de 2012

EL ÚLTIMO TRANVÍA (Las Memorias de Jean Valjean)


¡Con lo facil que ha sido..!:He subido a la biblioteca, he tomado el listín de números de teléfonos, he bajado nuevamente al salón, he marcado el número elegido y, después de que una voz gangosa me preguntase que es lo qué quería, y exponer yo mi pregunta, en dos segundos me lo ha dicho: "Si, si. El Premio de Novela X***, se falló el pasado dia 15, y la novela ganadora ha sido la titulada tal y tal....¡Gracias! De nada. Adios. Clic. Facil y rápido¿Por qué, sin embargo, he tardado tantos días en hacerlo? ¿Por qué he dejado pasar tanto tiempo sin preguntar, -mejor dicho- sin atreverme a preguntar? En la respuesta a esta pregunta se podría resumir toda mi vida. La palabra huída para referirme a este comportamiento mío tan pusilánime no me gustaría utilizarla por lo sobada y manida que ha sido en toda la bibliografía novelesca pero es que no encuentro otra. Mi vida de neurótico autovigilado (autovigilado a partir de mis primeras lecturas de Freud; hasta ese momento un neurótico desbocado) ha sido siempre muy semejante a la diabólica danza de aquellos cochecitos (creo que les llamábamos coches locos) que hasta que no se les acababa la cuerda (en mi caso, al llegar la noche y refugiarme en la cama) iban tropezando con las patas de las sillas o mesas, o con la pared, quedándose a veces golpeándose insistentemente en un mismo punto de la pared o de un mueble (o de la maquina de coser) hasta que un espectador piadoso, con un suave empujoncito con el pie lo desviaba hacia otro punto de la habitación donde volvía otra vez a rebotar con un afán suicida. Ya digo, algo muy parecido al baile maldito de este inocente juguete ha sido mi vida hasta hace poco (muy poquito) tiempo. El infantil comportamiento que he presentado en mis espaciadas participaciones en los certámenes literarios han sido en todos los casos de un patetismo evidente. Por alimentar unas ilusiones morbosas prolongaba la espera del fallo del concurso, llegando a veces a ni siquiera preguntar. Durante ese a veces largo interregno entre el envio del original y el fallo del Jurado calificador yo vivía (y digo “vivía”, en pasado, porque hace ya mucho tiempo que he renunciado a participar en cualquier contienda literaria y deseo que esa renuncia sea ya la definitiva) yo vivía de mis ilusiones, creándome mi cuento de hadas particular en el que –sueño- voy a salir con la palma del triunfador; una manera como otra cualquier de disfrazar ese miedo al fracaso que hunde sus raices en las capas más profundas de mi infancia. Me viene ahora a la mente la imagen de aquella compañera de estudios de la que anduve enamoriscado bastante tiempo sin atreverme nunca a manifestarle mis simpatías platónicas hacia su gracil persona, pues no ignoraba que ella, a su vez, suspiraba por conseguir los amores de otro miembro de la tribu juvenil de nuestro barrio que con su belleza de talla renacentista coqueteaba con todas y nos hacía sufrir a sus competidores, sobre todo a los que como yo no habíamos sido agraciados por la Naturaleza. Y para colmo tocaba la guitarra –este amigo al que sigo apreciando- como los propios ángeles. Pero sigo: ese mismo miedo fue el que me alejó definitivamente de las Oposiciones al Magisterio Nacional después de suspenderlas por primera vez; por ese mismo miedo que me impedía aproximarme a la compañera de estudios con la que llevaba ya dos años soñando despierto sin atreverme a preguntarle claramente si accedía a mis ofertas de paseo por el Parque, o si me permitía acompañarla en el camino al Instituto o a sentarme junto a ella en la sesión del Cine de los domingos, sin atreverme nunca a dar el primer paso, a declarle mis apetencias estéticas y sentimentales hacia su angelical persona; por ese miedo que desde niño me llevaba a encerrarme en casa huyendo del contacto con los otros niños ante los que podía fracasar, como fracasaba siempre en mis intentos de ser un buen jugador de futbol o en las peleas casi liturgicas de las pandillas que se organizaban a la salida de la escuela y que me llevaría a refugiarme en la lectura, afición que tan buenos ratos llegará a brindarme. Por ese miedo que, siendo adolescente me alejó de la escritura después de recibir, -enmudecido por la rabia) los desprecios y las burlas que por todo comentario recibía de mi padre cuando le mostraba mis cuadernos garabateados con aquellos mis primeros intentos grafomaníacos; recuerdo con dolor la palabra “calamidad” con la que era recibido ante cualquier acercamiento al padre, un padre inmaduro que nunca supo ponerse al nivel de un niño al que sin darse cuenta estaba mutilando para el resto de su vida. No volví a escribir más, aunque afortunadamente no sucedió lo mismo con la lectura y autores como Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Pla....me acompañarían toda mi adolescencia. Pero en lo referente a la escritura, insisto, habrían de transcurrir por lo menos diez o quince años hasta que, viviendo ya en Barcelona y dando clases como Profesor en un colegio público, me arrancase de nuevo con el intento de enhebrar algo de prosa. Recuerdo que eso ocurrió el año en que nació mi hija Clara.
...Pero estaba diciendo que llevaba días esperando el fallo de un Premio literario al que había concurrido con mi novela inédita Martín Requena in Memoriam. Cuando me he levantado esta mañana, ya sabía que habría tenido que salir pero no me atrevía a descolgar el teléfono, marcar el número y recibir la respuesta. Tal como me ocurría en mis años de infante cuando la Naturaleza me llevó hacia los camaradas de juego del otro sexo. Cuando aún vivía mi hermano Pepe y compartíamos clases en el Colegio de los Padres Agustinos, me rompí en las duras aceras de su claustro cubierto las esquinas de mis dos dientes frontales, que trajo consigo la rechifla de los demás niños del barrio y consecuentemente un complejo de inferioridad que me alejó de las chicas de forma lenta pero inexorable.
Mis amigos de pandilla eran bastante más resolutivos que yo en las situaciones conflictivas que la vida en nuestro pequeño barrio nos iba planteando diariamente. Por ser el más doloroso y humillante para mí y que marcaría para los días por venir mis relaciones con las mujeres he de hablar del amor, o para ser más exactos, de aquellos primeros ensayos amorosos con las niñas que vivían en la cercana Casa Cuartel de la Guardia Civil, y que como las golondrínas aparecían y desaparecían cada primavera siguiendo el curso de los destinos de sus respectivos padres, lo que las cubría a nuestros ojos de un encanto especial que ninguno supimos explicarnos pues en nuestra supina ignorancia pensábamos que los desiertos de Asia y las selvas amazónicas eran un invento de la Editorial Vicens Vives que nos vendía todos los años los libros “de texto” que pintarrajeábamos sin piedad durante los nueve meses del curso escolar. Pero estaba hablando de la actitud que mis compañeros de pandilla presentaban ante el problema amoroso. Cuando les gustaba una chica, se acercaban y se lo decían, unas veces riéndose, otras más serios, no faltaba el que declaraba su amor con un deje de desprecio hacia la joven. Y si recibían un no por respuesta, cosa por otro lado bastante frecuente, continuaban su vida normal de juegos y estudios hasta que aparecía una nueva dulcinea en su horizonte amatorio a la que le reclamaban su atención con guiños y con sonrisas o tratando de comprar sus favores con caramelos o con refrescos. A veces ocurría que la pequeña damisela respondía con un NO cuando en el fondo de su joven corazoncito gritaba SI pero en su corta vida ya había aprendido la pícola rapazuela, quizás por imitación de lo que hacían sus hermanas mayores, que a veces un primer NO servía para intensificar el interés de su joven pretendiente por ella, y ese NO al día siguiente se transformaba en un brillante y reluciente SI...Yo carecía por completo de la elasticidad de alma suficiente para encajar los golpes; mis enamoramientos eran verdaderos desgarros de mi infantil personalidad, y los fracasos, que los demás compañeros de pandilla remojaban con una limonada o anestesiaban con un cartucho de pipas, a mí me dejaba marcado y como en un estado de triste ensoñación durante meses, hasta que aparecía otra doncella calzada con zapatos <> y con las rodillas llenas de churretes, pero con un rostro (enmarcado por dos trenzas) donde ya se adivinaban los más bellos esbozos de las vírgenes de Leonardo y me sacaba de mi adormecimiento con una fugaz mirada.
La caída que sufrí en uno de los recreos del Colegio de Padres Agustinos, y que me fracturó las esquinas de las dos paletas dentales y la correspondiente, cruel e implacable chufla de la que fui víctima a partir de aquel accidente por parte de todos los niños de la calle, vinieron a agravar esa timidez que me imposibilitaba de todo punto para recoger de cualquier compañera de estudios el fruto de mis deseos. Poco tardaron los niños de la calle en buscar un apodo adecuado al nuevo aspecto que presentaba mi rostro con aquella fea mella que amanecía en cada sonrisa mía, y me apodaron “el dienteburro”. Casi sin darme cuenta, me fui alejando del contacto con mis semejantes. El mayor de mis hermanos era un lector voraz, y con su primer sueldo de precoz funcionario –con diecisiete años- se suscribió a una editorial de esas que te mandaban las obras completas de los autores en boga, impresos sobre papel biblia y encuadernados en piel (por entonces ya en falsa piel) . De la Editorial Molino, adquirió para mí ocho o nueve libros del escritor Emilio Salgari. La lectura se convirtió en mi refugio. Con doce años ya llevaba al menos dos, disfrutando de la misantropía más firme. Cada libro que abría, me sumía en un Universo donde me sucedían las aventuras más fantásticas y donde ningún personaje salía del papel a llamarme “dienteburro” y cosas así. Y ahora mismo, mientras tomo estas notas, si levanto la vista del ordenador, me encuentro rodeado de cuatro paredes forradas de libros del suelo al techo, que me recuerdan, modestamente, la biblioteca del Instituto de Ceuta, donde pasaba las tardes de sábado enfrascado, por ejemplo, en los veinte volúmenes de las Mil y Una Noches que me dieron mil y una tardes de maravillosas lecturas, o las obras completas de Julio Verne alguna de las cuales releí varias veces. Muchas veces me ha dado por pensar que si no hubiera fracasado en aquellos mis primeros intentos de integrarme en un grupo de niños de mi calle, y si no me hubiera fracturado los dientes con aquel diseño tan feo, posiblemente no sería ahora el lector compulsivo que soy, ni me pasaría la vejez tecleando en mi ordenador portatil recuerdos que solo a mí me pueden interesar.
Mi padre, sorprendido por aquella fiebre lectora que me había invadido y estimulado sin duda por el ejemplo de mi hermano cuando me regaló aquellos ocho libros de Salgari, me estuvo regalando durante dos o tres años, una edición juvenil que editaba la Reader’s Digest española, en colores muy atractivos y del formato casi de un atlas escolar, donde entre páginas de pasatiempos y sugerencias para trabajos manuales, los mejores autores clásicos norteamericanos figuraban con relatos cortos. Cuando transcurrido un mes desde la festividad de los Reyes Magos, ya me había leido mi Reader’s juvenil la emprendía entonces con la edición para adultos que venía –como se dice ahora- en un pack indivisible junto con la edición juvenil, y también me lo leía. Y ahora, visto desde el prólogo de mi vejez, he de anotar que me siento orgulloso del sentido estético que disfrutaba ya, pues uno de los relatos que más me impresionó por su belleza y la calidad de su prosa y al que vuelvo de vez en cuando fue Dos soldados del escritor William Faulkner, nombre que a mí en aquella época no me decía absolutamente nada, pero que la magia de cuyas páginas me hizo sospechar que en la Literatura había otro placer distinto y quizas más intenso del que proporcionaban los libros llamados “de aventuras”. Esta lectura supuso en mi vida de lector, el final de una etapa y el comienzo de otra. Después de leer a Faulkner ya no podía dar marcha atrás, y los libros de Salgari y Verne me parecieron de una ñoñez insoportable, fue entonces cuando comencé a picotear las estanterías de mi hermano, devorando autores como Somerset Maugham, Lajos Zilahy, Hugo Wast....que eran los autores que por entonces leían los funcionarios públicos y los viajantes de comercio en las tardes de sábado.
Junto con el Seat Seiscientos y la semanita de vacaciones en Santa Pola o Peñíscola hizo su aparición en la geografía nacional, la literatura de kiosco. Aquellos autores cuyas fechas y lugares de nacimiento habíamos tenido que memorizar en los manuales de Historia de la Literatura de Lázaro Carreter –un clásico, como decía la mujer que hace años limpiaba en casa- tomaban vida ahora en unos modestos ejemplares de papel de estraza y modestas encuadernaciones que malamente resistían dos o tres lecturas. Una tarde de agosto, en la que me encontraba junto con el mayor de mis hermanos en la playa de Piedra Gorda, él, interrumpiendo su lectura me señaló a un hombre manco del brazo derecho que se remojaba los pies en la orilla.
-¿Sabes quién es ese hombre?
-No
-Se llama don Antonio Rico y es el director de la Biblioteca del Instituto.
Se acercó a saludar a mi hermano y estuvieron hablando de las últimas ordenanzas editadas en el Boletín Oficial del Estado que tenía en mi hermano uno de sus lectores más adictos.
Don Antonio, la primera tarde que visité la Biblioteca, me estuvo explicando cómo se buscaba el libro apetecido en aquel enorme palacio forrado de cretona y papel impreso, y al final me llevó a la estantería donde se encontraba lo que él denominaba la joya de la corona, la Colección Austral completa; un arco iris de diversos colores, donde se hallaba resumida toda la Cultura Occidental, desde libros de viajes hasta novelas de Stevenson, pasando por pequeñas guias de arte, memorias y biografías....Mi encuentro aquella tarde con La Colección Austral ha sido el impacto más fenomenal que he recibido en mi formación como lector. Hasta que abandonara Ceuta, con mis estudios ya concluidos, fui asiduo visitante de esta hermosa biblioteca. Y para mayor placer de mi amor por el silencio y la soledad, eran tiempos en los que las bibliotecas eran salas completamente desiertas donde transitaban, dos o tres estudiantes, nada que ver con el mercado persa en que se han convertido hoy día las bibliotecas públicas.

Jean Valjean.

2 comentarios:

  1. Me encanta leer tus relatos y sobre todo si hablas de mi Padrino-maestro Don Antonio "El manco", hace tiempo que no te veo por estos "andurriales", un fuerte abrazo de Yo Mismo.

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  2. Otro entrañable relato en el que me ha encantado sumergirme e inventar o recordar imágenes del pasado :). Un abrazo!

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