miércoles, 28 de mayo de 2014

Gracias y desgracias del nuevo Lazarillo de Tormes o Las Memorias de Jean Valjean


Si he de creer a mi madre y confiar en que su propia memoria no le hiciera traición yo fui desde muy pequeño algo debilucho y asustadizo. Padecí algo de raquitismo en las piernas de tal manera que en los juegos violentos con mis amigos del barrio siempre llevaba las de perder; era yo un ser excesivamente alto pero con unas piernas muy delgadas y nada musculosas; mostraba una evidente torpeza en los juegos nocturnos por mi poca visión y los dientes delanteros que me rompí en el Colegio de los Padres Agustinos de mi pueblo natal me acomplejaron de tal forma que me sentía en inferioridad de condiciones cuando me acercaba a alguna chica para lo que he mostrado siempre una gran torpeza. 

Mi madre, al observar con no poca angustia que mis debiluchas piernas no me sostenían se encomendó por un lado al doctor don Adulfo que era el pediatra de la familia y por la otra a la Virgen de nuestro barrio prometiéndole que si me ayudaba a caminar saldriamos los dos cada años detrás de su trono en la Semana Santa…Y estuvimos saliendo los dos acompañando a nuestra Virgen entre beatas con cirios y guardias civiles co el mosquetón a la funerala; así hasta que siendo yo ya mayorcito me hicieron la tunica blanca de los nazarenos y caminaba yo solo contemplado por mis padres desde la acera del Café Colón por donde pasaba mi trono…o el de mi Virgen. 


Con este curriculum sanitario a nadie puede extrañarle que mis relaciones sociales fuesen más bien modestas y quepara matar el aburrimiento de mi soledad me hiciera un lector compulsivo y pasara las horas de ocio sentado con un libro de Verne, Salgari o Conan Doyle entre las manos. Las tardes de los sábados transcurrían para mí en la biblioteca del Instituto. Para un niño en cuya casa no abundaban los libros, la experiencia de entrar por primera vez en una gran biblioteca fue como descubrir la cueva de aladino; precisamente fue a la colección de Las Mil y una Noches (versión juvenil) a la primera que me entregué para embaularme de un tirón (en diversos sábados) los veinte volúmenes. De mayor no he conseguido que la lectura haya despertado en mí el goce de aquellas primeras lecturas de mis libros de aventuras.

Mi madre procedía de una familia de viñadores del sur del país a los que la plaga de la filoxera (que mató todas las vides) los echó de su tierra viéndose obligados a emigrar, unos a la Argelia francesa y otros a nuestras posesiones del Protectorado Español en Marruecos: en el cementerio de Ben-Karrich, muy próximo a Tetuán se encuentran enterrados la mayoría de ellos. Mis abuelos llegaron a esta tierra muy jóvenes y se conocieron y se casaron aquí. Según me contaban mis hermanos mayores mi madre era una mujer de carácter alegre y optimista que compensaba bastante bien el siniestro autismo de mi padre; yo, por ser el penultimo de los hermanos no tuve la ocasión de disfrutar de esa madre joven y alegre que en las noches de San Juan saltaba alrededor de la hoguera con unos pantalones viejos y una camisa con cuatro tallas de más pues cuando tuve la suficiente edad para ello la mujer que deambulaba por las habitaciones de mi casa era ya una señora algo mayor y llena de achaques. 

Al cumplir yo los ocho años ocurrió la muerte de mi hermano y eso terminó por hundirla cada vez más en un hondo pesimismo del que ya no saldría nunca más. A ella le gustaba contar anécdotas de su infancia y juventud, entre ellas, su favorita a la hora de convertirse en la cronista oral de la familia era la del año en que disfrazada de República fue al Casino acompañando a su tía que por lo que decía era una mujer de un carácter recio sin dejar de ser muy femenina y bastante coqueta. Era suscriptora de la revista Blanco y Negro y a pesar de ser republicana ferviente ello no le impedía copiar los vestidos y los peinados de la reina. Enviudó tres veces y ella misma se preparaba los bebdizos y las pócimas para provocarse los abortos, pócimas que le suministraba una mora de la kábila de Dar Accoba adonde acudía acompañando a mi padre que ya “le hablaba” a su sobrina, mi madre. 


Mi padre apalabraba una carga de carbón para su autobús de gasógeno y ella solucionaba de una manera expeditiva sus problemas con la fisiología femenina más íntima permítaseme el eufemismo. Y con algo más de sentimiento recordaba también mi madre a su tío Salvador que murió de legionario en la Guerra de África, en la batalla del Gorgues o de Kudia Tahar a manos de los rebeldes de Abdelkrim. De este tío-abuelo mío que no llegué a conocer guardo en la memoria la imagen de mi abuela Encarna llorando sobre la ventana de la cocina de su casa y la mirada puesta sobre los montes de Marruecos en los que falleció su joven hermano.

Yo he tenido en la formación de mi carácter más influencia de mi madre que de mi padre; ello me producirá evidentemente unas limitaciones emocionales que me marcarán para toda la vida. El tiempo que mi padre dedicaba a la familia lo tenía tasado y lo dispensaba cum granum salis, a dosis muy escasas. Era un hombre que, como en el chiste de Gila, aparecía a la hora de comer por casa justo en el momento en que mamá, adiestrada a fuerza de años, colocaba la olla de potaje en el centro de la mesa; él, a veces sin quitarse la americana, se sentaba a la mesa como si estuviera en una fonda y él fuera un viajante de comercio…o cualquier otra cosa, quiero decir sin hablar con nadie; se ve que la familia -al igual que le sucedía a su padre- le venía demasiado grande y consecuentemente procuraba estar con ella el menor tiempo posible.

Siempre envidié a aquellos compañeros del Instituto, cuyos padres, subían aquellas escaleras de granito gastado para entrevistarse con alguno de los profesores de su hijo, y hasta me los miraba con mudo respeto cuando deambulábamos por el patio en las horas de recreo y hasta me acobardaba si alguno de estos seres privilegiados me gastaba una broma de mal gusto o me golpeaba con la maleta a la salida pensando, mísero de mí, que el mantener con sus respectivos progenitores esa relación de camaradería, de igualdad, les infundía la fuerza y el coraje de un adulto, yo, en esos casos, como el toro manso, reculaba en tablas siendo coronado, como Cristo en las espinas, con las carcajadas de mis compañeros de clase.


De mayor he sido algo más flexible con estas críticas al yugo paterno pues nunca he olvidado que en aquellos años, los efluvios comunicativo-pedagógicos entre padre y profesor no eran muy comunes sino más bien rara avis. Estuve –con razón o sin ella- todo el bachillerato esperando como un bobo  que mi padre, en lugar de abrirme la puerta del “ford” como un taxista amable y bajara la bandera del taxímetro con rapidez, me acompañara al menos hasta la primera puerta y comenzara un amago de conversación con uno de mis profesores. Ese primer año de bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media será un auténtico fracaso. Ávido como estaba yo de ser atendido por los demás, me convertí en el payaso triste de mi aula. Sin perpetrar cosas de una maldad extrema, andaba siempre haciendo el ganso e interrumpiendo con mis bobadas el trabajo del profesor de turno. 


Para colgar un brillante broche de oro en un final de curso tan lamentable no se me ocurrió mejor cosa que falsificar las notas de la cartilla escolar: sólo había aprobado una asignatura...creo que...Dibujo y con una torpeza de un necio intenté corregir burdamente con un bolígrafo las pésimas pero no menos justas calificaciones que había merecido por parte del cuadro de profesores convirtiendo ceros en nueves o seises y unos en sietes. Fue mi hermano Guillermo el encargado por mi padre de llegarse hasta la Secretaría de la docta Institución para contrastar aquel expediente tan bueno con el registro general de calificaciones. No recuerdo si mi padre me pegó por eso, creo que si..o no, da igual.

He sido –por qué no decirlo- desde mi más profunda infancia lo que en el lenguaje técnico de la psiquiatría se conoce con el nombre de un niño neurótico. Eso me marcará toda mi vida. Las decisiones más funestas que he tomado en los momentos cruciales de mi biografía iban contaminada de neurosis y los resultados no se hicieron esperar...los malos resultados quiero decir. Los profesores que a lo largo de mi juventud han tenido que bregar con mi coeficiente intelectual han coincidido siempre en destacar mi despierta inteligencia, diagnóstico que siempre me ha sorprendido pues las gansadas que han adornado la cotidianeidad de mi vida desmentían de forma categórica ese nivel intelectual que se me adjudicaba.


Sumido en un complejo de inferioridad y teniendo de mi mismo un concepto bastante lamentable siempre que he intentado doblar una esquina la esquina no se ha dejado o si lo hacía era para irme a un terraplén aún más desafortunado. Pasaba de una funesta decisión al arrepentimiento más profundo por dicha toma de decisión con mayor rapidez que la que emplea un perro hambriento para echarse sobre el apetitoso hueso de ternera que lo espera en una esquina del Mercado.

Cuando me rompí las paletas delantera de mi dentadura en una acera del patio del Colegio de los Padres Agustinos los niños de mi calle pusieron en concurso su imaginación para bautizarme con los apodos más hirientes. Los resultados de tal crueldad tratándose como era mi caso de un niño inseguro y tímido son faciles de adivinar; me hice solitario, huía de mis semejantes como de la propia peste ocultando en casa mi cobardía y pusilanimidad. Por ello me hice un lector bastante precoz. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. Las tardes de los sábados las pasaba en la biblioteca del Instituto entre viejos profesores y honrosos jubilados inopes y perfumados de naftalina que acudían a la docta institucion para leer el periodico local.
La sensación que me invadió cada día y cada noche de los dos años que permanecí en el Internado de Salesianos de Campano era la de haber sido expulsado del hogar familiar. 

La neurosis me llevó a la más absoluta soledad y reaccionaba de muy  malos modos ante cualquier broma de los compañeros. En todo momento sentía una honda compasión de mí mismo y lo único que me distraía de mis lúgubres soliloquios era el estudio de tal forma que me entregué a él con entera devoción ganándome el derecho a una beca de estudios que yo desperdicié ignominiosamente al negarme a continuar yendo al internado.
Toda mi infancia y parte de mi adolescencia se ha movido inmersa en el más hondo sentimiento de culpa por aquel acto de rebeldía. No es de extrañar entonces que con ese pasado llegara a la edad adulta con una inmadurez afectiva absoluta y firme que me ha llevado a tomar fatales decisiones que han marcado mi vida como unas viruelillas negras. El caso es que los estudios en el Internado los iba sacando con notas bastante buenas y que fue otro error más el haber dejado de ir a aquel colegio, pero yo era entonces un niño completamente enmadrado y el alejamiento de ella, de mi madre, no pude soportarlo. Acepté con gusto los azotes de mi airado padre con tal de quedarme en la casa familiar aunque, como una justa penitencia que yo mismo me imponía rozando casi el masoquismo,  comencé a sentirme sucio, vil y abyecto por no haber interrumpido mis estudios en el Internado. 

Mi padre me llevó como chico de los recados al taller que tenía en la Plaza Vieja y recuerdo la tristeza que sentía al ver a mis antiguos compañeros de Instituto con sus correctos uniformes, camino de sus clases y hablando en franca camaraderia con las compañeras de la sección femenina del mismo instituto a las cuales yo veía como dulces seres angelicales a los que me resultaba imposible llegar con aquel mono lleno de grasa y la pletina de acero sobre mis estrechos hombros. Un día, metí un dedo en el torno y el encargado asustado dijo a mi padre que no me quería en el taller y pasé a despachar retenes y rodamientos en la tienda de repuestos para cuyo oficio demostré también una sólida torpeza.


Jean Valjean



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